Una obra que sigue llegando a muchas almas, que no dice cosas inauditas sino las mismas que resuenan en el Evangelio y en la intimidad de cada uno de nosotros. Solo que a menudo no sabemos escuchar
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Sor María de la Trinidad fue una clarisa que vivió su vida de consagrada en el Monasterio de las Clarisas de Jerusalén, el mismo donde 40 años antes también el beato Charles de Foucauld pasó varios meses en oración, como ermitaño, en el jardín. Antes de ceder a su vocación, se llamaba Louise Jacques.
Después, en obediencia a la Voz interior que resuena en ella, se vuelve una pequeña semilla en el jardín de la Iglesia. Su figura y sus escritos siguen difundiéndose en todo el mundo. La obra por la que es conocida, Coloquio interior, Ediciones Tierra Santa, ha llegado ya a su décima edición.
Intentaré trazar un breve perfil biográfico antes de invitarles a asistir al diálogo continuo, intenso, que sor María tuvo con el Señor. Tengo en la mano la novena edición de la obra y cuenta con el prefacio de Hans Urs von Balthasar a la edición francesa seguido de una carta del Patriarca latino de Jerusalén monseñor Luigi Barlassina.
Muy Reverendo Padre:
Al leer atentamente el manuscrito de este libro antes de autorizar la publicación he tenido que admirar el maravilloso trabajo de la gracia en un alma.
Trabajo progresivo que, primero que nada, remueve los obstáculos, luego traza las amplias líneas y conduce, finalmente, hacia la cima elevada de la perfección. (…)
En esencia, Dios no pide nada realmente extraordinario a sor María de la Trinidad, sin embargo, Él quiere de ella una fiel correspondencia a sus santas inspiraciones, y la generosidad de no rechazar nada de los pequeños sacrificios que se presentan a lo largo del día.
¿Sor María de la Trinidad es una privilegiada? Sí y no. Lo dice el mismo Jesús: habla a todos. En el silencio, en la oración, en los sacramentos y en el prójimo. ¿Pero lo escuchamos? Él casi se desespera, es la única aridez que queda para secarle la garganta hasta el final de los tiempos. Pero estas son consideraciones mías, al margen. Empecemos desde el principio.
Señas biográficas de sor María de la Trinidad, conocida como Louise Jacques
Nace en Pretoria en Sudáfrica, en el Transvaal el 26 de abril de 1901. Última de cuatro hijos, se quedó huérfana al nacer; su madre, misionera protestante suiza como su papá, murió al parirla. Era “la mujer que rezaba” según los ancianos negros a los que la pequeña Louise preguntó apenas pudo saber algo de la madre.
Más tarde, el papá revela que esa niña había sido ofrecida antes de su nacimiento. Esperaban un segundo varón después del primogénito Alessandro pero “la amaremos igualmente”, dice la madre poco antes de morir.
Louise es privada de la ternura materna y también de la del papá por un abandono involuntario. La gran tristeza por la muerte de la esposa oscurece la alegría en los primeros momentos cruciales de su vida.
La cuna está demasiado cerca del ataúd y, con el paso de los años, los hermanos atribuyen su propia venida al mundo como una culpa, aunque sin saberlo. Así lo reconoce su hermana Alice después de su muerte.
Es educada en Suiza con el hermano y las hermanas de la tía, también de nombre Alice, hermana de la madre. El papá vuelve después de un periodo de permiso en la misión en Sudáfrica.
Su salud es muy frágil al contrario de su carácter decidido y noble, completamente orientado a los demás y para nada superficial.
Los acontecimientos se suceden, la vida la llevará lejos de sus seres queridos y cerca de relaciones que la dejan profundamente decepcionada, más aún, desolada. En la página de las clarisas de Jerusalén que custodian sus restos y mantienen vívida su memoria se lee:
Las numerosas desilusiones en su trabajo, un desengaño amoroso y la gran soledad por la lejanía de sus seres queridos, la conducen a los 25 años a no comprender más el sentido de la vida y a pronunciar aquella amarga sentencia “¡No hay Dios!”. Sin embargo, fue justo aquella noche que “en la desesperación se había encendido una una luz”: la percepción de una presencia que la visitaba, “una religiosa vestida de marrón oscuro con una cuerda por cinturón”. Desde aquel momento nace en ella una “atracción irresistible” hacia el claustro y el deseo ardiente de recibir la Eucaristía. Iniciaba así el camino que la conduciría a ser hija de la Iglesia católica.
El primer encuentro con el carisma de las clarisas es un verdadero coupe de theatre como solo el Señor sabe hacer: le llega una visión de una joven mujer, con hábito de clarisa -¿quizá la misma santa fundadora?- que se para al pie de la cama de Louise Jacques durante toda una noche, sin decirle nada.
Era la noche entre el 13 y el 14 de febrero de 1926. Y era la respuesta a su desesperación existencial. Dios existe y de qué manera. Y la vida tiene un sentido inconmensurable.
Muere a los 41 años, el 25 de junio de 1942 tras una fiebre debida a la tisis que la atormentó durante años.