Hace falta mucha humildad para aceptar el perdón…
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Siempre es posible volver a nacer. Siempre puedo volver al inicio del camino ya recorrido. Hace falta esfuerzo, es verdad, mucha lucha y entrega. Es una decisión de la cabeza, de la voluntad que dice que quiere y del corazón que abraza el primer paso dado.
¿He tenido yo alguna vez que desandar el camino recorrido? ¿He tenido que volver al lugar en el que no quería vivir? Volver a mi tierra, a mi hogar antiguo, al origen de mi historia.
Hace falta mucho valor para querer volver y expresar con mi vuelta mi fracaso. ¿Qué dirán de mí? Dirán que soy un perdedor. Un hombre sin principios. Un adefesio que no merece ser llamado ni hijo, ni hermano, ni amigo.
Construyo mi vida sobre el reconocimiento de mi entorno. Lo que los demás piensan de mí es lo que cuenta. Soy lo que otros dicen que soy.
Si valgo es porque alguien afirma mi valor. Si nadie menciona lo que valgo es casi como si no existiera. Se olvidan de mí y ya no existo. Es tan vana mi forma de ver las cosas…
Mis decisiones parecen condenarme. El que se fue de casa no merece volver. El que se llevó su dinero. El que no fue fiel a lo que dijo. El que rechazó a quien le amaba. El que no cumplió con su parte en el trato. El que no amó hasta el extremo. El que no se comportó como los demás esperaban. El que no estuvo a la altura de las expectativas.
¿Y la mirada de Dios? Es la que realmente cuenta. Es la mirada de Dios sobre mi vida. Esa mirada que sólo yo percibo. ¿No es posible la misericordia para el que ha caído tan bajo?
Cuesta creer realmente en la misericordia de Dios. En la obra Los miserables de Victor Hugo, el protagonista, un hombre condenado a prisión por robar un pan, piensa que no hay perdón posible:
“De padecimiento en padecimiento, llegó a la convicción de que la vida es una guerra, y que en esta guerra él era el vencido. Y no teniendo más arma que el odio, resolvió aguzarlo en el presidio, y llevarlo consigo a su salida”.
Y cree que sólo puede actuar con odio. Hasta que encuentra en un obispo el amor de Dios. Ese encuentro cambia su vida. Ese hombre se convierte para él en lo que leía el otro día:
“Las personas que amo y que he llevado conmigo a Dios, seguirán siendo un hogar para mí, aun cuando ya no las vea más”.
El hombre sin hogar encuentra en ese obispo un hogar, un descanso, un abrazo. Ese hombre salvó su alma para Dios. Y desde entonces sólo quiso hacer el bien. Regresó al hogar de Dios. Indigno, pobre.
Tocó la misericordia en una mirada, en unas palabras bondadosas. Un miserable levantado de su miseria. ¿Es posible volver a casa? ¿Es posible cambiar?
Me cuesta perdonar al que me ha ofendido. Al que me ha hecho daño. A quien me ha decepcionado. Pero más difícil todavía es que me perdone a mí mismo.
Otros pueden llegar a perdonarme por mis errores. Incluso Dios. Pero yo soy más inflexible. Me veo peor de lo que soy. Y creo que no merezco el perdón. No he actuado bien.
Pesa el orgullo en ese momento en mi alma. ¿Cómo puedo aceptar y perdonar mi debilidad? Ese es el problema de la culpa mal entendida.
La culpa sana me conduce siempre a suplicar misericordia. Pero cuando no me perdono es muy difícil creer en un rostro que me mira y perdona.
La misericordia parece imposible cuando yo mismo no soy misericordioso al mirar mi vida. Veo el error. Y mi orgullo que pretendía hacerlo todo perfecto me duele.
No acepto mi debilidad. La niego. La oculto. No la perdono. Puedo levantarme e ir junto a mi padre iniciando así un camino nuevo. Es el primer paso para conocer la misericordia. Para poder perdonarme a mí mismo.
Hace falta mucha humildad para aceptar el perdón. Si pago por el mal que he hecho encuentro que todo tiene sentido. Si no pago nada y recibo un perdón absoluto, gratuito, me siento mal. La culpa duele en el corazón. Aceptar el perdón es difícil. Me cuesta perdonarme.
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