¿Qué sentido tiene ser justo si todos somos iguales, si al final Dios nos quiere a todos por igual?
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Hay un encuentro en la parábola del hijo pródigo -y en realidad en la historia de cualquier persona- que cambia la vida del hijo:
“Estaba todavía lejos, cuando su padre lo vio y se enterneció profundamente. Corrió hacia él, y echándole los brazos al cuello, lo cubrió de besos. El muchacho le dijo: – Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo. Pero el padre les dijo a sus criados: – ¡Pronto!, traigan la túnica más rica y vístansela; pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies; traigan el becerro gordo y mátenlo. Comamos y hagamos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado. Y empezó el banquete”.
El hijo menor quería solo trabajar como siervo. No pretendía volver a ser hijo. No se sentía digno. Había matado al padre en su corazón. No era posible el perdón, ni la misericordia, ni un nuevo comienzo, para un pecador tan grande.
El orgullo es fuerte todavía. El perdón es casi una ofensa. Tiene que pagar el mal que ha hecho. ¿Acaso no es injusto este padre misericordioso que lo perdona todo? Es excesivo el perdón. Y hacer una fiesta parece incluso una ofensa. ¿Se puede pagar el mal con un bien? ¿Es posible festejar el regreso del pecador con una fiesta? Parece un sin sentido.
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¿Cómo puedo aceptar y perdonar mi debilidad?
Jesús me dice cómo es Dios:
“Yo les aseguro que así también se alegran los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierte”.
La conversión del pecador, su cambio de vida, su nuevo comienzo, es la alegría más grande para Dios. La parábola de Jesús me rompe los esquemas.
Seguro que también a los fariseos que miraban con desprecio a Jesús que comía con pecadores: “Éste recibe a los pecadores y come con ellos”. Un Jesús blando, demasiado bondadoso.
La misericordia excesiva reblandece la voluntad. Si al final el premio va a ser el mismo para el que peca como para el que cumple con todo, ¿qué sentido tiene entonces hacer el bien y seguir lo que dice la ley? Parece innecesario.
Una Iglesia de la misericordia excesiva pone en peligro la justicia de Dios. ¿No tiene Dios la última palabra sobre mi vida? Perdonarlo todo pone en peligro el esfuerzo, el afán por hacer el bien, los méritos que obtengo.
¿Y las almas justas que cumplen y viven con austeridad haciendo siempre la voluntad de Dios? ¿No tendrán ellas un lugar especial en el cielo, un premio más valioso?
La misericordia hace tambalear los pilares del justo. ¿Qué sentido tiene ser justo si todos somos iguales, si al final Dios nos quiere a todos por igual?
¿No quiere más al que más le quiere y mejor actúa? Parece lo lógico. Pero en la dinámica de la parábola de hoy parece que todo vale. El bien y el mal valen lo mismo.
Tiene tanto valor quedarse en casa sirviendo al padre como irse con la fortuna y gastarlo todo sin hacer el bien. Dilapidar la vida sin ningún provecho. Perder el sentido de los pasos. Basta con una conversión de última hora. Al final Dios parece esperarme con los brazos abiertos.
Si Jesús come con los pecadores parece que está en connivencia con el mal y lo tolerara. No hace nada para que cambien de camino.
No fuerza, no exige, no suplica, no es un maestro firme que muestra el camino del bien y condena los pasos que conducen a la perdición.
Este padre bueno de la parábola desconcierta. Yo estoy acostumbrado al premio y al castigo. Si lo hago bien recibiré un bien como pago por mi esfuerzo. Y si me porto mal tendré como respuesta un castigo que me sirva para enmendar mis pasos equivocados y volver a empezar.
En la obra de Los miserables de Victor Hugo tiene lugar una lucha profunda en el alma de Jabert, el policía que quería que se hiciera justicia con Jean Valjean.
Cuando recibe el perdón de aquel hombre al que él perseguía, algo se quiebra en su interior. Caen sus seguridades, sus principios firmes. El perdón no cabía en la lógica de su corazón.
“¿Por qué ese presidiario a quien he perseguido hasta acosarlo, que me ha tenido bajo sus pies, que podía y debía vengarse, me ha perdonado la vida? ¿Por deber? No. Por algo más. Y yo, al dejarlo libre, ¿qué hice? ¿Mi deber? No, algo más. ¿Hay, pues, algo por encima del deber?”.
Él creía en el cumplimiento de la ley y en el castigo como sentido último de la vida. Cuando no se respetan los principios de la ley, actúa la justicia. ¿Puede haber algo más grande?
La misericordia está más allá del deber. Por eso rompe los esquemas de ese hombre. A mí también me desconcierta. Me pone inseguro. La norma y su cumplimiento están claros, son sólidos.
El premio y el castigo marcan líneas seguras, firmes, son inamovibles. Son principios inapelables. Si hay algo más allá, todo cambia. Y el corazón tiembla. Surge la duda.
¿Cabe el perdón? Jesús me quiere mostrar una misericordia imposible. Así es el Padre con el hijo. Lo espera, lo abraza, lo acoge, lo vuelve a mirar como a su hijo.
La mirada de Dios me cambia por dentro. La mirada de Jesús cambió a tantos: “Todo puede decirse y comunicarse con una mirada. Jesús te mira con ternura, amor y misericordia. No te apartes de Su mirada”.
Esa mirada me salva. Esos ojos me rescatan en la noche de mi debilidad. Necesito vivir la misericordia de Dios en mi vida para salvarme. Solo así venceré los escrúpulos, los miedos, la culpa y cambiaré la imagen de padre que tengo grabada en el corazón. Sólo si experimento un perdón gratuito en mi vida.