El juego de los abalorios o más bien el esclavo de los abalorios
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Entre los muchos méritos literarios de Herman Hesse (1877-1962) que contribuyeron a la concesión del premio Nobel de literatura (1946) destaca El juego de los abalorios (1943). El subtítulo de la obra, Ensayo de biografía de Josef Knecht, ‘magister ludi’, seguido de los escritos que dejó presenta a la persona, al personaje, que servirá de hilo conductor.
La obra pinta una sociedad futura que aglutina la sabiduría que la humanidad ha ido acumulando a lo largo de milenios. Es una comunidad que ocupa un espacio físico, la región de Castalia, y que se ejercita en la actividad intelectual. Lo que la inteligencia humana ha sido capaz de descubrir y construir, todo, puede ser enseñado y aprendido en Castalia.
Se trata, por tanto, de una utopía que intenta mostrar una visión aglutinante de la totalidad de lo mejor de la vida humana. Castalia ofrece una plenitud de sentido, un estilo de vida basado en una visión universal. Asistimos al “reclutamiento” del talentoso Josef y otros como él, así como al proceso mediante el cual va progresando de grado en grado hasta el dominio total, el grado máximo: Magister ludi, el maestro del juego.
La obra es muy conocida y ha sido muy comentada. Quisiera señalar sólo un par de aspectos que pueden ser de interés para los lectores.
En primer término, Hesse recoge aquí una concepción de la vida humana típicamente moderna. La vida es un juego, el juego de los abalorios. Abalorio traduce el término alemán Glasperlen lo que literalmente sería “perlas de cristal”, algo vistoso pero no muy valioso. Lo valioso es el juego, no aquello con que se juega.
El juego de los abalorios (Glasperlenspiel) funciona como un centro aglutinador del sentido de la vida de los jugadores. Es una visión universal o, por decirlo en griego, católica, de la existencia. Tiene, por eso, mucho en común con una ideología ya que, como ellas, pretende ser la única visión válida, la única verdad sobre el ser y la acción humanas.
Por otra parte, como ocurre en todo juego, hay gente más dotada que otra y gente que se esfuerza y rinde más y menos. No todos somos iguales ni en talento ni en esfuerzo y, por tanto, en logros. En este juego, que es metáfora del juego de la vida, hay gente que no está invitada. Hay gente que se queda fuera y otros talentosos (como Josef) que son invitados y van progresando hasta el grado máximo.
Pero si el juego es lo importante, si el juego es metáfora del sentido (correcto) de la vida, entonces ¿qué decir de los jugadores? ¿qué ocurre con el Magister ludi? El nombre del biografiado (Josef Knecht) proporciona una pista importante, ya que el término alemán Knecht no significa otra cosa que siervo o esclavo. Ocurre, en definitiva, que las visiones totalizadoras de sentido (mírense con pavor las ideologías que han asolado Occidente a lo largo del siglo XX) reducen al individuo a un engranaje de su sistema. Con la promesa de dotar de sentido y plenitud a la vida, anulan al individuo.
Cuando el talentoso Josef Knecht toma conciencia de que ser Magister ludi, alcanzar la cima de ese juego cerrado, no responde a su ser más profundo, ¿qué puede hacer? Un individuo que ha orientado la totalidad de su existencia según principios sedicientemente universales, ¿puede seguir existiendo como individuo cuando constata que no lo son? Josef no será ya Knecht (salvo que afirme su señorío mediante el expediente nada honroso del cinismo) pero la cuestión que se plantea es si ahora puede seguir viviendo. Hesse resuelve esta cuestión capital de un modo que me parece correcto, si bien no quisiera desvelárselo a los lectores que se adentren en esa excelente novela.
En definitiva, la tensión entre el individuo, por un lado y, por el otro, los constructos ideales que intentan erigirse en única fuente de sentido plagaron de atrocidades, infamias y aplastamiento de hombres concretos el siglo pasado. Y Hesse, que vivió ambas guerras mundiales en el corazón de Europa, plasma una advertencia en El juego de los abalorios. Y un guiño a los “viajeros de Oriente”, Den Morgenlandfahrern, a los buscadores de otras verdades y otros horizontes.
El relato incluye un intento de establecer relaciones con un monasterio benedictino, Mariafels. Un intento de dotar de sentido a la totalidad del hombre, es decir, una visión católica, ha de entrar en diálogo con la Iglesia católica. Las ideologías (el comunismo de un modo especialísimo) y los viajeros de Oriente se han presentado como candidatos al título de “católico”. Hesse insinúa muy certeramente la cuestión. Y vuelve sobre ello en otras de sus obras célebres (destaquemos Siddhartha). ¿Todos los candidatos a católico (iglesia o meditación oriental incluidas) son mera ideología que necesariamente anula al individuo? O, por el contrario, ¿hay algún rasgo diferenciador, alguna esperanza de que una visión sea a la vez universal y en vez de esclavizar (Knecht) potencie la persona? De esto no dice nada Hesse, pero podría leerse con provecho interesantes páginas de Ortodoxia de Chesterton o de von Balthasar, por ejemplo.