Superando el anticatolicismo violento, la pobreza y las bandas, las Hermanas de la Caridad abrieron las puertas de la oportunidad a generaciones de inmigrantes
Para ayudar a Aleteia a continuar su misión, haga una donación. De este modo, el futuro de Aleteia será también el suyo.
Los estrechos pasillos del número 32 de la calle Prince en el bajo Manhattan conservan el eco silencioso de historias de una época pasada: las voces largo tiempo perdidas del griterío de niños huérfanos en el pequeño patio mientras las monjas se movían con premura de un lado a otro para guiarles hasta la calle de enfrente para la misa dominical, en la recién consagrada “Antigua” Catedral de San Patricio en la calle Mott, un retrato desteñido de gracia y belleza pintado sobre un lienzo que, por entonces, podría haberse confundido fácilmente con el infierno.
El comienzo
El año, 1815, y la “Ciudad” de Nueva York sería del todo irreconocible para quienes la identifican por sus desorbitados rascacielos y anchas avenidas. En aquellos tiempos, la “calle” Canal era un auténtico canal que demarcaba el límite del extremo norte. Más allá había colinas onduladas, bosques y granjas que seguían íntimamente el curso del río Hudson. Aunque la “rebosante” población de 80.000 personas se mantenía por sí misma a través de los comercios tradicionales, Nueva York se estaba convirtiendo rápidamente en la capital de importaciones y exportaciones del país, de la mano de la expansión de su resguardado puerto.
La bisoña comunidad católica, compuesta principalmente por inmigrantes irlandeses, alemanes y franceses, era una minoría religiosa y el sentimiento anticatólico entre los descendientes de los colonos era de rigor. Las pocas iglesias y los menos sacerdotes hacían del acceso a los sacramentos todo un desafío.
El 24 de noviembre de 1815, tras una rigurosa ruta marina que convenció a muchos de que el bergantín había pasado a mejor vida en las profundidades del Atlántico, Sally, con sus 147 toneladas, echaba el ancla en el Puerto de Nueva York. De ella salía al ajetreado muelle del río Este un agotado señor de 68 años: el obispo John Connolly. A pesar de ser el segundo obispo de Nueva York, lo cierto es que era el primero en pisar sus calles empedradas, ya que el anterior obispo perdió la vida en las guerras napoleónicas antes siquiera de poder iniciar el trayecto hacia el Nuevo Mundo.
Según comenta el historiador Mons. Peter Guilday, de la Universidad Católica de América, “bien podría dudarse de si, en toda la historia de la Iglesia católica en Estados Unidos, hubo algún otro obispo que empezara su vida episcopal bajo unas condiciones tan descorazonadoras”.
Unos 15.000 católicos, cuatro sacerdotes y tres iglesias… una de las cuales estaba a 480 kilómetros al norte, en Albany. Este nuevo rebaño, que padecía una pobreza miserable, enfermedades y la intolerancia anticatólica, recibió a su nuevo pastor con esperanza. Y él se puso manos a la obra sirviendo a su rebaño con un celo envidiable, atrayendo vocaciones, abriendo parroquias y escribiendo una carta que terminaría conduciendo a uno de sus logros más notables.
Entre los desafíos inminentes a los que se enfrentaba el nuevo obispo estaba el de los niños sin hogar. La prostitución y una mermada esperanza de vida entre los padres adultos debido a enfermedades resultaban en una multitud de niños huérfanos o abandonados en la calle.
Por ello, en una carta fechada el 14 de julio de 1817 y dirigida a la madre superiora Elizabeth Ann Seton, cuya creciente orden de las Hermanas de la Caridad se había instalado en Emmitsburg, Maryland, el obispo Connolly le imploró que enviara a tres monjas para abrir un orfanato que atendiera las urgentes necesidades de su sede en expansión.
Apenas un mes después, el 20 de agosto de 1817, las religiosas Rose White, Cecilia O’Conway y Felicite Brady, de las Hermanas de la Caridad, llegaron a su primer centro en Nueva York, un pequeño hospital de campaña post-revolucionario conocido como “La Casa de los Muertos”. Los anchos tablones de su suelo estaban tan manchados con sangre de soldados que no había limpieza lo bastante intensa que borrara nunca la memoria de aquellos que perdieron allí la vida.
Al cabo de una semana, las Hermanas recibieron en el refugio a los primeros cinco huérfanos y se establecía así el primer orfanato católico de los Estados Unidos: el Orfanato Católico Romano de las Hermanas de la Caridad. Gracias a una astuta distribución del espacio interior, lograron acomodar a 23 huérfanos más, llegando a un total de 28.
A lo largo de los años siguientes, el orfanato creció en tamaño y en población y recibía frecuentes visitas tanto de benefactores como de voluntarios. Entre ellos se encontraban una joven negra de nombre Euphemia Toussaint y su tío, Pierre, que solían llegar con dulces y frutas para celebrar por todo lo alto los cumpleaños de las niñas. Se dice que el corazón de Euphemia ya estaba del lado de los huérfanos desde su tierna infancia y que, tras su trágico fallecimiento con tan solo 14 años, su tío, que anteriormente había tenido un papel clave en la recaudación de fondos para la iglesia y el orfanato, redobló sus esfuerzos y llegó incluso a abrir su propio refugio, en el 105 de la calle Reade, donde acoger y educar a huérfanos. Euphemia recibió sepultura cerca del orfanato, en el cementerio de San Patricio el 11 de mayo de 1829.
Desde los humildes comienzos en una ciudad aún sin completar, la profética decisión de santa Elizabeth Ann Seton de enviar a tres monjas pioneras a la que se convertiría en la mayor ciudad del mundo estableció los cimientos de más de 180 escuelas, 28 hospitales, 23 instituciones de atención infantil y otros incontables ministerios que ofrecieron un cuidado guiado por la Fe que permitió que generaciones de inmigrantes empobrecidos construyeran unas vidas prometedoras y una ciudad de esperanzas y sueños.
Además de su letanía de servicios, en 1862, su atención a los soldados heridos que volvían de la Guerra de Secesión cambió radicalmente la visión que se tenía de los católicos entonces. En 1912, recibieron y cuidaron de los supervivientes del fatídico destino del RMS Titanic en el Hospital de San Vicente y, en la década de 1950, enseñaron a leer y a escribir a un joven Martin Scorsese en la Escuela de San Patricio en la calle Mott.
En el dramático relato de la Ciudad de Nueva York, las Hermanas de la Caridad han desempeñado un papel épico como mujeres católicas, cuidadoras y educadoras que configuraron profundamente la mismísima alma de esta ciudad de cemento y metal. El legado de su heroica labor está indivisiblemente entrelazado en el rico tejido cultural de una ciudad de hombres y mujeres atraídos por la promesa de una vida mejor… y una vida mejor fue exactamente lo que las Hermanas de la Caridad les ofreció.
Santa Elizabeth Ann Seton, por favor, reza por nosotros.
Próximamente – Cómo la Iglesia Católica salvó la Ciudad de Nueva York, Parte 2 – Cómo el obispo “Dagger John” Hughes desafió y derrotó a las muchedumbres que amenazaban la “Antigua” Catedral de San Patricio.