El amor filial es la decisión de amar incondicionalmente, porque se ama la esencia de la persona, no importando si se equivoca o no.
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Mi padre , viudo, a sus casi ochenta años es un anciano cuyo genio y figura han cambiado muy poco. De escasos estudios y una vida de duro trabajo, ha sido de un temperamento de contrastes que ha ido matizando con el tiempo. Casi siempre con una extraña tristeza.
Sé ahora, que sufrió maltratos de pequeño que le produjeron una inseguridad que lo acompaño siempre, y que ocultaba bajo una coraza de hierro forjado, por las que no se le daba manifestar afecto. Sumado a ello, inconsciente, más de una vez repetía conmigo los negativos patrones de dureza con que fue educado.
Aun así, su invariable actitud fue siempre amar con obras, procurando enmendar en la medida de lo posible sus errores. Sin embargo, no supe perdonárselos.
Fue así, que durante años, le guarde una fría distancia afectiva, mientras que, paradójicamente, él era mi apoyo para lograr un título profesional que me allanó el camino del éxito, por el que sentía que el mundo me amaba. No era entonces consciente de que en ese “amor del mundo” no había dádivas, sino solo condiciones, en contraste con el de mi padre, que a pesar de los pesares, era incondicional.
De esa forma, en lo que consideré mi “correspondencia”, le ofrecí un nivel de vida con más comodidades, mismas que al agradecer, dio la clara impresión de esperar otra cosa, mas lo cierto fue que las aceptó como una forma de darse a si mismo.
Solo que entonces no lo vi así, pues yo creía vivir apegado a las reglas del deber ser, sin reconocer que en mi deseo de ser virtuoso, se escondía el egoísmo de un amor propio, por el que lo seguía tratando distante y con severidad, en un silencioso reclamo.
Y, al igual que él, sentia en mi corazón una profunda tristeza.
Fue cuando nació mi primer hijo, que mi padre, tras paciente espera en la sala del hospital, lo pudo tener por primera vez entre sus brazos, y él bebé, que había lloriqueado hasta esos momentos, se durmió plácidamente mientras él lo miraba sonriente, con intenso amor y los ojos humedecidos. Mi hijo era mi vivo retrato.
Entonces, en mi endurecido corazón, se encendió una pequeña luz que comenzó a despejar sus tinieblas, haciéndome “ver” que al igual que a su nieto, también mi padre me había aceptado a mi como un don, y por ello fue capaz de amarme… a su manera. Y que yo muchas veces habría dormido entre sus brazos.
De pronto recordé cuando me fabricó aquel carrito de madera que tanto deseaba, cuando me llevaba en su bicicleta a la escuela primaria, cuando me peinaba toscamente, o cuando me pedía que me midiera los nuevos pantalones que con esfuerzos me había comprado.
Despertaron muchos más recuerdos que realmente eran motivos de amor que yo había contenido, y lo hicieron brotando en suave murmullo ocupando el doloroso vacío de mi corazón.
Mi hijo recién nacido, tan puramente ajeno al resentimiento, al orgullo y al egoísmo, logró en mí una conversión hacia el amor por el que pude comprender que, sí debía rectificar, antes que solo darle cosas a mi padre, debía darme yo, y para ello, lo primero era aceptarlo como persona y como amor refugio. Como su nieto lo había hecho con el más confiado de los sueños.
Ahora me queda muy claro, que nos podemos dar del todo sin que nos afecten nuestros defectos y limitaciones. Es así, pues nuestro don, al ser acogido por quien nos ama, regresa entonces convertido en un mayor don, en un movimiento pendular, por el que se puede comprender que la verdadera dinámica del amor, es un don-acogida-don.
Mi padre, más que una mejor calidad de vida en lo material, en realidad lo que necesitaba era esa aceptación, y con ella, una forma de darme, de darle mi amor. En silenciosa espera lo buscaba, lo necesitaba y por fortuna fui capaz de dárselo.
Han pasado los años, mi padre chochea, y ha desaparecido de su rostro aquella tristeza que le caracterizó, una tristeza marcada muy probablemente por sus primeras carencias afectivas. Ahora tiene una actitud de aquel que aprovecha cualquier oportunidad para devolver, mejorados, los dones de amor que recibe.
El amor filial es la decisión de amar incondicionalmente, porque se ama la esencia de la persona, no importando si se equivoca o no. Por ello, se debe cultivar, cuidar, respetar y valorar, como un amor único, puro e inalterable, que se vuelve inquebrantable y duradero a lo largo de los años.
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