Los cambios de época como el que nos toca vivir son tiempos de grandes crisis, pero aún entonces hay luz
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Hablar del presente es siempre difícil y todos los análisis de filósofos y sociólogos no abarcan la complejidad de lo real, pero algunas miradas nos ayudan a comprendernos mejor para hacer frente a los desafíos de la vida personal y social.
La crítica del propio tiempo siempre ha estado cargada de cierto pesimismo, ya sea con nostalgia del pasado o con anhelo de un futuro utópico, desde Platón hasta Marx.
Pero no es menos cierto que un poco de crítica nos ayuda a ver mejor, sin caer en la indiferencia escéptica, ni en un optimismo exagerado, ni tampoco en una visión apocalíptica (en el sentido actual de la palabra).
El individualismo hipermoderno como lo cataloga el filósofo francés Gilles Lipovetsky, es paradójico: por un lado, se quiere disfrutar de la vida y del presente sin trabas, pero con una creciente obsesión con la salud, las dietas y el control de todas las inseguridades de la vida moderna.
Son los tiempos de la anorexia y la obesidad, del extremo autocontrol y el descontrol. Ya no hay tantos controles externos, ni tradiciones ni reglas sociales que impongan el “deber”, pero al mismo tiempo hay miedo de todo y de todos, especialmente de tomar decisiones, de equivocarse, de fallar, de no ser “felices y perfectos”.
A los hipermodernos no hay quien les diga lo que es verdad, lo que es bueno, lo que deben hacer, y aunque quieren ser libres, tampoco tienen idea cómo dar un paso ni hacia dónde.
Son tiempos de una gran desorientación, de un creciente relativismo moral que a su vez ha traído el surgimiento de fundamentalismos y fanatismos que idealizan el pasado, condenan el presente y no pueden dialogar con el que piensa distinto.
El filósofo francés encuentra paradójico que el narcisista postmoderno predica la autenticidad y al transparencia, mientras vive en la incoherencia sin culpa, es gestor de su propio tiempo, pero vive quemado y agotado, es adaptable a los cambios, pero vive crispado por todo lo que no le gusta, especialmente cuando tiene que renunciar a sus caprichos o ventajas adquiridas.
Está cada vez más informado, pero poco formado, más abierto a la diversidad de opiniones, pero más influenciable, menos crítico y superficial, más escéptico y menos profundo.
Confunde los deseos personales y caprichos con sus derechos, y a su vez, los derechos son para uno mismo, no para los demás. Parecería que solo existen “derechos”, pero no “deberes”.
Las grandes estructuras socializadoras perdieron autoridad y el individuo queda a la intemperie, ya que la liquidación de las costumbres y el olvido de las tradiciones culturales ha desarticulado el mundo de la familia y ha complejizado las relaciones.
Muchos hoy tienen que pedir cursos de coaching o asesoramiento psicológico para aprender a escuchar, a respetar al otro, a expresarse sin agresividad, a poner límites, a decir lo que sienten, etc. Es como si los valores también hubiera que ir a comprarlos al hipermercado.
Las batallas “ideológicas” y políticas en las redes son hiper-emocionales, frívolas y pasajeras, donde se pasa de un tema a otro como quien cambia de canal, en un especie de zapping de discusiones y agresiones o apoyos solidarios que solo quedan en la fugacidad del mundo virtual, sin medir las consecuencias.
Si citan frases célebres de filósofos de todos los tiempos, sin haber leído jamás alguna de sus obras y las adhesiones a cualquier causa son parte de la moda o del entusiasmo momentáneo.
Los proyectos históricos no movilizan, ni los planes políticos a largo plazo. Lo que moviliza es el fetiche de la “innovación”, del “cambio por el cambio”, del gusto de la novedad por la novedad misma, aunque sea algo viejo con nombre nuevo.
No todo es lo que parece
Un panorama así podría parecer sombrío o bastante desalentador, pero lo cierto es que ni incluye a todas las personas ni lo explica todo. Es simplemente una mirada, que puede ayudarnos a entender algunos de los excesos contemporáneos y de esos sentimientos colectivos que parecen no tener explicación sencilla.
Los cambios de época como el que nos toca vivir son tiempos de grandes crisis, de cambios profundos que atraviesan a más de una generación y donde van emergiendo nuevos valores y promesas de futuro, mientras también aparecen convulsiones sociales fruto de la inseguridad y el desasosiego por la falta de sentido para vivir.
El dominio de la lógica consumista en casi todos los campos de la vida parece ser una de las principales causas de la frivolidad y la inestabilidad de los vínculos. Pero no siempre es así.
“La liturgia del deber desgarrador no tiene ya terreno social, pero las costumbres no se hunden en la anarquía; el bienestar y los placeres están magnificados, pero la sociedad civil está ávida de orden y moderación; los derechos subjetivos gobiernan nuestra cultura, pero no todo está permitido”.
Lipovetsky también cree que hay una serie de valores de la modernidad que permanecen, como los Derechos Humanos, o la comprensión de unos mínimos éticos humanistas que todos respetan, aunque sea teóricamente.
La preocupación por la verdad y por las relaciones humanas es auténtica, aún en medio del pragmatismo que solo busca la utilidad. Las iniciativas de jóvenes solidarios y de movimientos de ayuda humanitaria son una muestra de la gran sensibilidad social de nuestro tiempo, cuya paradójica contracara es el exceso de individualismo.
Si bien la obsesión por la imagen de marca ha invadido el mundo intelectual y muchos pensadores han entrado en la lógica del marketing, no hay que olvidar que la mayoría de quienes estudian siguen queriendo saber, comprender, conocer la verdad y no perder la honestidad intelectual.
El ritmo lento del pensamiento teórico, especialmente de las humanidades, no se lleva bien con el frenesí de la sociedad del espectáculo.
El rol del intelectual
Hoy los que ayudan a otros a pensar libremente y a entender el mundo en el que viven son forjadores de sentido y de esperanza, “una especie retro poco dispuesta a sabotear descaradamente su propio trabajo para engrosar su agenda de contactos. Es posible que el trabajo intelectual, por su propia naturaleza inevitablemente artesanal y amante, sea el que oponga, de vez en cuando, la resistencia más tenaz a la frivolidad y a la espectacularización del mundo” (Lipovestsky, 1980).
Las cosas más importantes de la vida no son útiles, ni superficiales, ni fugaces, sino que son las más profundas y las que permanecen. Lo que configura gran parte de la vida de las personas no es, a pesar de todo, las redes sociales y el consumo, sino sus vínculos, a quienes aman y por quienes son amados, la vocación humana a hacer del mundo un lugar mejor para todos.
El sentido de trascendencia no se apaga por vivir hiperconectados, la pregunta por el sentido de la vida y la sensibilidad por el sufrimiento ajeno, siguen siendo el motor de la vida personal y de la convivencia social.
En los tiempos de crisis todos los grandes pensadores recomendaron siempre volver a lo esencial, a lo que perdura, a las raíces de la vida, a lo que de verdad nos hace más humanos y mejores personas: amar sin miedo.
El apóstol Juan escribe en una de sus cartas que “El amor echa fuera del miedo” y en una sociedad donde se teme a todo, el coraje de los que se atreven a amar y a salir del egoísmo cultural, son una luz de esperanza para los más pesimistas.