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Guerra de Secesión: La historia de una parroquia católica en Gettysburg

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J.P. Mauro - publicado el 20/11/19
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¡Menuda película saldría de este relato histórico!

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La mañana del 1 de julio de 1863, la Guerra de Secesión estadounidense llegó a la ciudad de Gettysburg, Pensilvania, con una batalla que sería recordada como la más grande y sangrienta de la guerra.

Sin embargo, aunque se han realizado decenas de documentales y películas sobre esta cruenta batalla, a menudo se pasa por alto el esfuerzo de los católicos de Gettysburg por atender a los heridos y los moribundos.

Y es que estas almas caritativas luchaban su propia batalla, una que se prolongaría hasta mucho más de dos semanas después del final de las hostilidades; su lucha fue la de afrontar la aparentemente inabordable tarea de cuidar del interminable flujo de soldados heridos y agonizantes que buscaban una tregua del horripilante calvario de la guerra.

Era tal el número de heridos que llegaba que todos los edificios amplios de la ciudad fueron designados como hospitales.

Uno de los primeros edificios en abrir sus puertas fue la iglesia católica romana de San Francisco Javier, que ya asumió su uso como hospital a mediodía del primer día, solo 5 horas después del inicio de la batalla.

Se usó principalmente como lugar para amputaciones, una penosa tarea que era la única opción para prevenir la gangrena, la intoxicación sanguínea y la muerte a la hora de tratar miembros destrozados.

Hospital de campaña

La iglesia de San Francisco disponía de 64 bancos, pero quitaron uno de cada dos para que los médicos y enfermeras pudieran atender mejor a los pacientes que, según recoge un testimonio, yacían en cualquier espacio abierto en el suelo de la iglesia:

Tan abarrotada estaba la iglesia católica que los heridos yacían sobre los bancos, debajo de ellos y en los pasillos. Más tarde, cuando llegaron más a la puerta, los colocaron en el sagrario y en la galería (…); los hombres yacían tan pegados que los cuidadores apenas podían moverse entre ellos.

Las crónicas de J. Howard Wert, un ciudadano de Gettysburg que fue testigo de los horrores en la iglesia de San Francisco, describen la situación en la iglesia aquel día:

Había visiones espantosas por doquier. El sacro edificio se colmó de humanidad en sufrimiento. Quejidos y aullidos y llantos de agonía rasgaban el aire. En el pequeño patio de la iglesia estaban las mesas de amputación, con los cirujanos al lado empapados en sangre trabajando sin parar mientras se arrojaban piernas y brazos, amputados con destreza, sobre una pila que no paraba de aumentar.

En la joven iglesia, que solamente tenía 11 años por entonces, los médicos no hacían distinciones de bando en su trabajo y atendían tanto a soldados unionistas como a confederados.

Se colocaron tablones a través de los bancos que quedaban para dar a los heridos un lugar donde reposar, ya que las bancadas eran muy estrechas como para servir de catres.

Espectáculo sangriento

El suelo de madera resbalaba por la sangre acumulada; con el poco tiempo y los pocos trabajadores disponibles para limpiar entre los pacientes, se empezaron a acumular pilas de miembros amputados.

Toda la comunidad echó una mano en este tiempo de adversidad. Se seleccionaron casas donde cocinar las muy necesarias comidas para los heridos, mientras que las jóvenes mujeres de Gettysburg se ofrecieron para ejercer de enfermeras.

Mujeres heroicas

Una mujer digna de mención, Elizabeth Salome Myers, a la que llamaban Sallie, escribió un diario que nos ofrece una certera visión de los cuidados que estas jóvenes ofrecieron a los hombres en su lecho de muerte:

Me arrodillé junto al primer hombre cerca de la puerta y le pregunté qué podía hacer. “Nada—me dijo—. Voy a morir”. Salí de la iglesia y lloré. Regresé y hablé con el hombre; había sido herido en los pulmones y en la columna y no había la más mínima esperanza para él. El hombre era el sargento Alexander Stewart del Regimiento 149 de Voluntarios de Pensilvania. Le leí un capítulo de la Biblia; era el último capítulo que su padre leyó antes de marcharse de casa.

Además de sus tareas como enfermera provisional —trayendo comida a los pacientes, aplicando vendajes nuevos, ayudando a los médicos como le indicaran—, Sallie iba de hombre en hombre con papel y lápiz transcribiendo cartas para sus familias y también leyéndoles cartas que llegaban para ellos.

También hizo lo posible por consolar a familiares y amigos que venían a buscar a sus seres queridos. Sallie cumplió con sus obligaciones de forma humilde y admirable.  Según escribió:

No querría vivir aquel verano otra vez, pero tampoco borraría por voluntad propia ese capítulo de mi experiencia vital; siempre estaré agradecida por permitírseme servir las necesidades y aliviar las últimas horas de algunos de los valientes hombres que yacieron sufriendo y muriendo por nuestra querida bandera.

Monjas en la batalla

Sin embargo, Sallie y las otras jóvenes de Gettysburg no trabajarían solas mucho tiempo, ya que hacia el sur, pasada la frontera con Maryland, estaba el convento de las Hermanas de la Caridad.

Cuando terminó la batalla, un sacerdote y la madre superiora lideraron a 14 monjas para cruzar los caminos arrasados por la guerra hasta Gettysburg (aquí se puede escuchar un relato de lo sucedido). Empezaron de inmediato su labor caritativa, cuidando de los enfermos como el único personal de enfermería cualificado en la zona.

Estas monjas trabajaron sin descanso para atender a las multitudes de bajas que llegaban a la ciudad. En los últimos días de su trabajo se agotaron las vendas, por lo que empezaron a rasgar la tela sobrante de sus hábitos para usarla para cubrir las heridas.

Una miembro de la orden, sor Camilla O’Keefe, escribió un relato sobre la iglesia de San Francisco:

La iglesia católica en Gettysburg estaba repleta de enfermos y heridos (…). Los soldados yacían sobre las bancadas, bajo ellas y en todos los pasillos. También estaban en el sagrario y la galería, tan pegados unos a otros que quedaba escaso espacio para desplazarse. Muchos de ellos yacían sobre su propia sangre (…) pero no escapaba ni una palabra de queja de sus labios.

Ángeles

Las enfermeras no solo ofrecieron alivio a los cuerpos mutilados de los hombres, sino que también atendieron a sus almas. Muchos de los hombres murieron escuchando a estas santas mujeres consolándoles con la afirmación del amor y misericordia infinitos de Dios; algunos incluso solicitaron ser bautizados.

Se dice que los médicos en especial valoraron la presencia de las monjas, ya que su orden había acumulado cientos de años de experiencia en enfermería. De hecho, en la década de 1860 las monjas eran las únicas enfermeras con formación en la nación.

Hoy en día, en la iglesia de San Francisco o St. Francis Church hay una vidriera que conmemora el servicio de estas monjas, titulada “Ángeles del campo de batalla”. La comunidad católica del lugar todavía prospera. Se puede leer más sobre su trabajo durante la Guerra de Secesión de Estados Unidos en su sitio web.



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