Sin ellas eres más frágil, pero eres tú, siempre, delante de todos
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Las máscaras ocultan mi verdadero rostro. Esconden quién soy ante los hombres. ¿Qué pretendo cuando me oculto detrás de una máscara? ¿Qué deseo mostrar a los que me miran?
Una sonrisa falsa dibujada en el rostro disimula mi tristeza. Una mirada llena de luz hace que pase desapercibida mi oscuridad. La máscara guarda mis rasgos frágiles, humanos, torpes.
Me hago una foto y sonrío para hacer ver que soy feliz. Tal vez no tenga mucho ánimo de sonreír, pero aparezco sonriendo. Para que no piensen mal de mí.
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Una máscara me oculta, me guarda, me protege. Pongo ante mí mis títulos, mis logros, mis conquistas al presentarme. Son la máscara que oculta mi carne débil, susceptible de ser herida.
La máscara es mi defensa. Que crean que soy el que muestro, no el que de verdad soy.
Detrás de la máscara de un payaso puede haber un corazón herido, enfermo, lleno de violencia y de ira. Un payaso que sólo pretendía alegrar oculta la tristeza más honda. Una máscara de payaso que esconde mi verdad.
Las máscaras engañan. Me hacen creer que detrás de ellas hay un rostro alegre y no es verdad. La máscara miente. Me duele la mentira. Pero me oculto feliz detrás de mis propias máscaras.
Oculto mi verdadero rostro. Espero tal vez el aplauso, el seguimiento, la admiración. Ya no lo sé bien. Una máscara me iguala a muchos, me nivela. Y confunde al que me ve.
¿Cuáles son mis máscaras?
No deseo vivir ocultando tristezas. Lo que de verdad quiero es no estar triste. Quiero que mi alma se llene de luz y alegría. Y mi rostro, que es el espejo del alma, refleje lo que de verdad llevo dentro.
Hay lugares en los que no necesito máscaras. Decía el Papa Francisco en la exhortación Amoris Laetitia:
“Cuando se vive en familia, allí es difícil fingir y mentir, no podemos mostrar una máscara. Si el amor anima esa autenticidad, el Señor reina allí con su gozo y su paz“.
Hay lugares en los que me siento seguro, querido como soy. Allí no necesito ocultar nada. Me conocen, me aceptan, me quieren. No temo.
Límites
Pero aun así no necesito mostrar todo lo que hay en mi interior. El pudor, el celo por mi mundo interior, me llevan a resguardarme. Es sana esa forma de vivir. Así le sucedía al P. Kentenich cuando ya supera la cerrazón de su juventud:
“Sólo en una u otra oportunidad revelaba lo que yo albergaba en mí, y descorría un poco el velo que ocultaba mi mundo”.
A menudo veo cómo se exponen la vida personal y las opiniones más íntimas sin ningún pudor. Es como si fuera necesario contarlo todo para ser querido y aceptado. Se ha perdido el pudor.
Es importante no contarlo todo. Guardar con un velo de silencio lo más íntimo de mi ser.
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Tu espacio sagrado
María conservaba todo en su corazón. Ella custodiaba con pudor la luz de Dios en su alma. Lo que iba descubriendo. Lo que vivía. En el alma hay un lugar en el que sólo cabe Dios. También en el alma de los cónyuges. Decía el papa Francisco:
“Hay un punto donde el amor de la pareja alcanza su mayor liberación y se convierte en un espacio de sana autonomía: cuando cada uno descubre que el otro no es suyo, sino que tiene un dueño mucho más importante, su único Señor. Nadie más puede pretender tomar posesión de la intimidad más personal y secreta del ser amado y sólo él puede ocupar el centro de su vida”.
En ese espacio es donde Dios habla conmigo y me muestra mi verdad. Y el camino a seguir. Y me abre su corazón para que yo descanse en Él. Comenta santa Teresita del Niño Jesús:
“Jesús me instruye en lo secreto, no por medio de los libros, pues no entiendo lo que leo”.
Allí, en lo secreto, en lo escondido, Dios viene a mi encuentro. Con Él no son necesarias las máscaras. Él penetra hasta lo más hondo de mi ser.
Hay un espacio sagrado que es sólo mío en el que habita Dios. Yo mismo abro mi alma a la persona que quiero, a la que Dios ha puesto en mi vida. Y guardo con pudor lo que sucede en mi interior.
¿Protección?
Hay máscaras que son necesarias para proteger mi pudor, mi intimidad. Hay otras máscaras que me ocultan y no me dejan darme con libertad.
Temo el rechazo y me protejo detrás de una máscara. Incluso detrás de esa máscara puedo actuar impunemente, para que no sepan quién actúa. La máscara del payaso que oculta quién soy yo. Y ahí escondido me comporto como no lo haría si todos pudieran verme.
La máscara me sirve de protección para pecar, para herir, para actuar de una forma incoherente con los ideales que pretendo vivir.
Esas máscaras me hacen daño. Escondido detrás de ellas no maduro, no crezco, no aprendo a darme a los demás en mi verdad.
Quizás incluso las máscaras me dan nombre. Detrás de ella guardo la impunidad. Oculto la mano al tirar la piedra. Escondo mi debilidad aparentando ser fuerte.
La máscara muestra una fortaleza que hace temblar a los hombres. Al fin y al cabo, si soy bueno con todos, nadie se fijará en mí. Pero si soy malo me harán caso, me temerán. Estaré en el centro.
La máscara puede ser mi perdición. Porque dejaré de seguir el camino que me lleva a la vida, a la esperanza, a la alegría.
Quisiera hoy quitarme las máscaras que me hacen daño. Apartar de mí ese escondite que me oculta para acabar quitándome la vida lentamente. Sin máscaras soy más frágil, pero soy yo mismo, siempre, delante de todos.