Es mucho lo que los mayores nos pueden aportar. Descúbre el qué
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Cuando era joven, quería juntarme con los chicos mayores. De algún modo me resultaban maduros y admirables. Todos tenían las mejores figuras de acción de las Tortugas Ninja, catapultas de globos de agua y los mejores complementos para sus motocicletas, cosas que un niño como yo, recién entrado en Primaria, no tenía.
Los chavales mayores nunca me dejaban estar con ellos, pero, cuando vuelvo la vista atrás ahora, aquellos chicos unos pocos años mayores que yo no tenían en realidad mucha sabiduría que ofrecer, así que no me he perdido mucho.
Pero ¿sabéis quiénes sí me dejaban juntarme con ellos? Mis abuelos.
- Por el lado de mi padre, mi abuelo nos dejaba conducir su tractor por el campo, algo que a mí me impresionaba mucho.
- Mi abuela me llevaba de paseo con sus amigas jubiladas. Antes de las compras por Internet, había unos lugares llamados “centros comerciales” por los que solíamos pasear antes de que las tiendas abrieran por la mañana.
- Mi abuelo por parte de madre nos preparaba tortitas y nos dejaba ayudarle a encender la chimenea.
- Nuestra abuela jugaba a las cartas con nosotros tanto como quisiéramos.
Hoy en día, me encanta pasar tiempo con mis feligreses más mayores. Su abundante sabiduría, bondad y devoción por sus vidas espirituales me resultan extraordinariamente inspiradoras.
Cuando miro a las bancadas durante la misa, nada me hace más feliz que ver a estos feligreses mayores mezclados, rezando con generaciones más jóvenes, transmitiendo la fe, y sí, distrayéndose ocasionalmente con los bebés durante la homilía.
Estos parroquianos ancianos son vitales para la salud de nuestra comunidad y, al entablar amistad con miembros más jóvenes, suponen una fuente de fortaleza y sabiduría para todos nosotros.
Es fácil interactuar solamente con nuestros compañeros de banco. Esos que se han criado en un lugar parecido, que tienen los mismos recuerdos culturales que se formaron en un momento similar, esos que hablan de la misma forma, que veían los mismos programas de televisión, que se visten igual… todo esto asienta las bases naturales y cómodas de la amistad.
Sin embargo, si solamente tenemos amigos que son iguales que nosotros, nos estamos perdiendo mucho.
San Agustín y San Ambrosio
Tomemos por ejemplo el caso de san Agustín, que se mudó a la ciudad de Milán cuando tenía unos 30 años. Iba creciendo su fama por sus habilidades como profesor y orador, pero, a pesar de este éxito, estaba inquieto. Su vida personal era un desastre, su madre, Santa Mónica, estaba preocupada por él y estaba en medio de una crisis espiritual.
Agustín había oído hablar del famoso obispo de Milán, un hombre llamado Ambrosio que pronunciaba unas homilías que causaban una admiración generalizada. Agustín sentía curiosidad y empezó a ir a sus misas para escuchar hablar al anciano.
Al principio, según explica, intentaba “explorar su facundia [su elocuencia] y ver si correspondía a su fama o si era mayor o menor que la que se pregonaba, quedándome colgado de sus palabras, pero sin cuidar de lo que decía, que más bien despreciaba”. Sin embargo, siguió escuchando y, con el tiempo, las palabras de Ambrosio empezaron a cambiarle.
Quería conocer a Ambrosio en persona, pero el obispo era un hombre muy ocupado. Escribió Agustín: “[No] podía yo preguntarle las cosas que querría, pues me apartaban de él la multitud de quienes acudían a verlo con toda clase de asuntos…”. Pero al final fue capaz de iniciar una relación con Ambrosio, que se mostró encantado de convertirse en su mentor.
Su consejo resultó ser valiosísimo, aportó calma y orientación al joven. Con el tiempo, Agustín se unió a la Iglesia y empezó a dar los pasos necesarios para poner en orden su vida.
Ambrosio era muy consciente del valor de la amistad, en especial las amistades que nos desafían para crecer de nuevas maneras. En particular, recomendó el tipo de amistad que desarrolló con Agustín, en la que una persona joven y otra mayor entablan una buena sintonía.
Su razonamiento era sencillo: los ancianos guardan el tesoro de la sabiduría y la experiencia vital, que esperan compartir. Nos invita a imaginar que somos un turista en un lugar nuevo. Lo primero que haríamos sería pedir recomendaciones: la mejor playa para bañarse, el mejor restaurante, alguna cosa que no podemos dejar de hacer antes de marcharnos…
En lo referente a la vida, los ancianos son los nativos que disponen de todo ese conocimiento experto y los jóvenes son los turistas. Sería de ilusos no pedir orientación a quienes tienen más experiencia.
Recientemente, la idea de tener un amigo mayor ha estado poniéndose de actualidad de unas formas interesantes. Por ejemplo, en mi zona, algunos centros de preescolar ahora se ubican en centros de jubilados. En otros lugares, hay estudiantes universitarios que comparten piso con jubilados para así hacerse compañía. Los participantes de estos dos programas hablan de todos los beneficios que se derivan, desde “tener un centenar de abuelos” a asimilar la realidad de la muerte.
Me doy cuenta de que el conflicto generacional es un hecho vital. Los ancianos tachan a los jóvenes de poco serios y los jóvenes dan por perdidos a los ancianos por estar desfasados. No obstante, ninguno de estos estereotipos es cierto y todo lo que tenemos que hacer para romperlos es entablar una amistad real y auténtica.
Quizás el conflicto generacional sea algo común y corriente, pero eso no implica que deba ser así. ¿Qué habría pasado si Agustín hubiera tachado a Ambrosio de dinosaurio irrelevante y antigualla de una era pasada? Su vida habría continuado dando vueltas descontroladamente.
Nunca habría escrito sus magníficos libros filosóficos y la humanidad se habría empobrecido. Una única relación con una persona anciana puede suponer una enorme diferencia, incluso si la única vida que cambias es la tuya propia.