Es otro quien te cura y además a través de las limitaciones y derrotas
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Estamos en Adviento, y aunque no es lo mismo que en Cuaresma, estamos invitados a recorrer, como el leproso del Evangelio, un camino de sanación. Caminamos en la fe y en la esperanza de que Jesús, con su gracia y casi sin darnos cuenta, vaya sanando y transformando nuestro corazón.
Para comenzar este camino hay algunas cosas que necesitamos tener en cuenta.
1. Convertirnos es realmente imposible
Sí, leíste bien, es imposible. No está ni estará nunca dentro de nuestras posibilidades.
Convertirse significa dejar que Otro intervenga. Definitivamente no puedo hacerlo yo solo, necesito que Dios haga su parte, pase a mi lado en el camino y me cure.
Nuestro proceso de conversión no es otra cosa que ir haciéndonos, poco a poco, mendigos de su gracia. Nuestra vida es como un hospital de campaña, conforme va pasando el médico (Cristo) va curando a los que estamos enfermos.
2. Necesitamos cambiar nuestra mirada
Estamos acostumbrados a vernos a nosotros mismos y a la realidad desde nuestra mirada limitada y muy humana. Cuando miramos las cosas desde el amor y desde la esperanza, se nos descubren realidades que no se ven tan fácilmente.
Se trata de pedirle a María que nos ayude a ver con sus ojos, unos ojos que han madurado en la fe. Ella después de la crucifixión y muerte de su hijo, cuando lo contempla en sus brazos, es capaz de ver al Resucitado.
Cambiar nuestra mirada significa aprender a ver que nuestra limitación es el lugar de la salvación. Sí, así es, lo inesperado surge en medio mismo de la desesperanza, y Dios puede obrar cosas grandes en nosotros si es que dejamos que nuestra fragilidad dé lugar a su presencia.
En la vida no es lo mismo tener una mirada de huérfano que de hijo. Pensemos cuán diferente es para un niño afrontar las dificultades solo, o en la compañía de su padre.
Nuestra condición es la de ser hijos dependientes del amor del Padre. Si fuimos hechos según el modelo de Cristo, se trata de eso, de ser ante todo hijos como Él lo fue.
Nuestra vida se hará más libre en la medida que camine hacia esa relación filial. En nuestro día a día nos haría mucho bien preguntarnos: ¿Hacia dónde está dirigida mi mirada?, ¿hacia lo malo que hay en mí y en el mundo, o hacia la presencia de Cristo en mí?
Poner la mirada en Cristo significa vivir seducidos por su belleza, esto nos descentra de nosotros mismos. Cuando nos dejamos deslumbrar por una grandeza superior dejamos de pensar tanto en lo que nos pasa, en lo que nos entristece, etc,.
Se trata de no permitir que nuestros afanes diarios apaguen nuestra apertura a la gracia y al asombro de las constantes luces que Dios pone en nuestra vida.
Pensemos en el amor humano: cuando un chico se enamora de una chica vive embelesado por su belleza y se olvida un poco de sí mismo. Así, el que ama a Cristo, vive de la contemplación de su belleza y eso le permite descentrar su mirada de lo que no es de Él.
Para darnos cuenta de quién es Cristo en nuestra vida nos ayuda volver constantemente a este acontecimiento:
“Yo iba caminando por el campo de mi vida y de repente me encontré un tesoro. Vendí todo lo que tenía y compré el campo donde estaba, porque valía más que todo lo que ya tenía”.
Convertirse significa ser capaz de ver la realidad en su conjunto: que aunque el campo de mi vida tenga muchos defectos, en él está contenido un tesoro invaluable que no cambiaría por nada. Esto es lo que vale más.
La peor tentación es salir del momento actual, no ver el presente, encerrarnos en las culpas del pasado o en las incertidumbres del futuro. Dios actúa en nuestra realidad, en nuestro hoy. No hay nada más real que nuestro presente.
Debo crecer en mi fe para darme cuenta que, aunque este se me presente como doloroso, si me aparto de él por la desesperanza, la desconfianza o el olvido, me quedo sin recibir lo que Dios me da.
“Al levantarnos cada día, cualquiera que sea la situación que experimentamos, incluso la más difícil o dolorosa en extremo, hay un bien a punto de nacer en el límite de nuestro horizonte humano” (Luigi Giussiani).
Nuestra condición es la de ser caminantes, quienes –sabiéndose en marcha–, no cierran los ojos a los desiertos que transitan y saben que el desierto no tiene la última palabra.
Muchas veces caminamos como si solo hubiera arena y censuramos el horizonte que se nos abre más allá, o nos escandalizamos de nuestra propia debilidad o de la debilidad de las personas que nos rodean.
Sí, es verdad, somos pecadores y necesitamos de la ayuda constante de la gracia, pero también somos hijos amados de Dios. Él vive en nosotros y nuestra vida está abierta a la santidad y a la felicidad.
Es la mirada que se remonta y mira a Cristo, recuerda a Cristo vivo y presente cuando parece ausente, o todos parecen olvidarlo.
Es la mirada de María, que busca estar en sintonía con el corazón de su hijo. En los momentos difíciles, o cuando todo va bien, aprendamos a preguntarnos: ¿qué bien quiere sacar Dios de este acontecimiento?
Pues, detrás de todo acontecimiento, por más doloroso que sea, está la Resurrección, el real y verdadero acontecimiento que llena de sentido y de esperanza nuestra vida.
Para lograr esto es muy importante aprender a vivir perdiendo y aceptar ser derrotados por los demás. Perder los dones para quedarnos con el donante. Perder lo que tengo entre mis brazos para poder abrazar al Padre.
Aceptar ir a Dios con mis manos vacías, porque lo que Él quiere son mis manos, no mis manos llenas. Aprender a manejar mis sentimientos y estados de ánimo para descubrir en ellos a Dios.
Los cristianos creemos que cuando viene un fracaso a nuestra vida, es porque Dios quiere triunfar. Cuando viene una oscuridad, es porque Él quiere ser La luz.
“Ningún luchador es tan divino como aquel que puede aprestarse a vencer mediante la derrota. En el momento en que recibe la herida mortal, su adversario cae definitivamente herido a tierra. Pues él ataca al amor y resulta afectado por el amor” (Hans Urs von Balthasar).
Lo propio de nuestra vida humana es ser salvados. Nadie puede impedir que la primavera brote y que la tempestad se calme. Preguntarme siempre: ¿Cuáles son mis derrotas? Porque éstas son el germen para que la vida nueva germine.
Más abajo de mi caída están las manos de Jesús. Él se ha puesto tan abajo para que no haya caídas tan hondas que Él no pueda rescatar. Él se ha puesto antes del infierno.
Nuestra vida consiste en crecer a la medida de lo que esperamos, a la medida de nuestra esperanza.