Un vía crucis con final feliz, gracias al Nazareno de San PabloSe llama Rubén Antonio Juárez Meléndez y es el protagonista de una historia que podría ser un thriller pero que, gracias a Dios –y no es un decir- tuvo un final feliz. Hoy en día es facilitador dentro un grupo de jóvenes que rescatan personas en situación de calle en Caracas. Pero llegar allí fue una auténtica odisea. Por primera vez la relata y especialmente para Aleteia.
Como muchos en Venezuela, la crisis le tocó tan hondo que terminó viviendo bajo uno de los puentes de río Guaire, aguas que cruzan Caracas de este a oeste. Quienes han pasado por eso y viven para contarlo, saben que es una de las experiencias más terribles por las que pueden tocar a un ser humano. Es estar en la más completa indigencia. No es sólo no tener techo, es enfrentarse a delincuentes, infecciones, riesgos de caídas fatales al río, frío, hambre y pare usted de contar.
Un “mala-conducta” que paró en prisión
“Antes fui mala conducta –confiesa- pasé por drogas, robos y otros delitos menores. Por ello pagué cárcel. Pero hoy soy otra persona. Y no fue fácil el proceso, nada fácil”.
Una vez fuera de la prisión, donde pasó cuatro largos años, conoció a una joven con la cual se casó. Él trabajaba como vigilante en una edificación y ella era enfermera. Vivían alquilados en una populosa y humilde zona del oeste de la capital, La Vega, donde Rubén nació y creció. Su hermana se las ingenió, apoyada en el récord delictivo de Rubén y en una bien urdida trampa, para quedarse legalmente con la casa de la madre de ambos quien había fallecido.
Con una mano delante y otra atrás, lo primero que hizo Rubén fue ir a Los Teques, a media hora de Caracas, a buscar trabajo. En realidad, encontró lo que no buscaba, una pareja, la primera, pero la cosa no funcionó. Regresó a La Vega. Allí conocería a Alejandra, su compañera a lo largo y ancho de esta historia.
Comienza la ruda calle
Rubén alquiló un cuarto en una casa y allí conoció a quien sería su esposa. Ella también vivía alquilada en el mismo inmueble. Del trabajo como vigilante –donde duró dos meses- tuvo que irse. Le dijeron que si su esposa estaba embarazada no podían quedarse en el espacio que ocupaban para vivir. “La dueña ni siquiera nos despidió. Un buen día cambió la llave a la puerta, la cerró y quedamos fuera. Allí comenzó nuestro calvario en la calle”.
No tenían dónde ir. Los padres de Rubén habían muerto. La mamá de Alejandra la abandonó desde muy pequeña y el padre vive a dos horas de Caracas sin ocuparse de nada. El típico cuadro de los hijos realengos.
Ante la situación, fueron a probar dormir en las afueras de un conocido hospital cercano. Nadie los conocía. Aún no estaban tan sucios así que no les decían mayor cosa. Ella seguía trabajando algunos días como enfermera contratada a destajo para cuidar a una señora mayor. Cuenta Rubén: “Pero cuando ven que el vientre aumenta de tamaño y descubren el embarazo le dicen que no podía seguir trabajando ya que debía hacer peso para cargar a la señora”.
Aprendiendo a comer de la basura
Allí comenzó Cristo a padecer, como decimos en criollo. Se les complicó la cosa severamente. Rubén intentó conseguir trabajo en varias empresas, pero nada salía. “Entonces la calle te atrapa –explica- me olvidé de buscar trabajo, me provocaba solo vagar a ver qué conseguía. Alejandra nunca se controló el embarazo. Buscábamos comida entre la basura. No teníamos otra opción. Comenzaron a molestarnos en el hospital en cuyas afueras dormíamos y tuvimos que irnos de allí. Fueron tres meses de angustia. Finalmente, también de allí nos desalojaron”.
Pensé que debía hacer algo y se me ocurrió pararme en las salidas del metro a llenar camionetas. Una labor que consiste en organizar al gentío que sale de los vagones y debe completar su ruta en metro-buses. Allí hacía un dinero que me permitía pagar un hotelito para no quedarnos en la calle. Pero las cosas seguían complicándose. No era un trabajo estable. Conocimos lo que eran los comedores de las iglesias donde, al menos, uno puede alimentarse. No obstante seguíamos buscando en la basura todo lo que podíamos encontrar”.
Un señor, con mucha experiencia de calle, les enseñó a reciclar, lo que hoy es todo un arte para grandes contingentes de venezolanos: cómo escoger de la basura lo que es apto y lo que no. Lo que está bueno y lo que ya se ha podrido o está a punto. “Yo hurgaba en todas partes. Lo que veía bueno se lo daba a Alejandra para que no le hiciera daño a ella ni al bebé; y yo me las arreglaba con cualquier cosa”.
Detectaron “un punto”. En el idioma de calle es un lugar donde hay mucha comida y se botan cosas aún aptas para comer, según nos explica Rubén. Este punto era una panadería en un boulevard muy comercial del centro-este de Caracas. “La basura la botaban a las 10:00 am cada mañana y no se la daban a uno –recuerda-, sino que se la daban al camión que la recogía. Yo me montaba allí y ellos me la entregaban dos cuadras más arriba para que no les llamaran la atención”.
Durmiendo en El Guaire
Sigue su relato: “Dormíamos bajo el puente del río en la zona de El Silencio –en pleno centro de la ciudad- cerca de un cine. Al frente, había una pequeña puerta -hoy sellada por completo- donde debía bajar cuatro metros de altura desde la calle. Con ella embarazada, era un riesgo, pero tuvimos cuidado. Cuando vimos que se aproximaba el parto, nos fuimos para Coche, donde yo trabajaba en el mercado –uno de los más grandes de Caracas- vendiendo cigarros. No quería que llegara el momento y estuviéramos aún allí. Cómo la sacaba rápido?”
Parto entre zozobra y balacera
Cuando el bebé ya venía corrieron a un hospital público y no había médico. Rubén no tenía un céntimo. No tenían panales, ni ropita para el niño. Era un varón. Alejandra no tenía controles, lo primero que pedía un médico. “Tocamos las puertas de otro hospital y me pidieron el eco. Tuve que mentir, dije que nos habían robado los papeles –dice con una sonrisa pícara- pero allí tampoco nos atendieron.
A ella le dijeron que el niño tenía el corazón -y aquí rompió a llorar y casi no podía hablar, lo calmamos y prosiguió- que el corazón tenía muy poco latido. Más adelante, al salir del hospital, se formó una balacera (se le quebró la voz). Yo trataba de proteger a mi esposa y mi hijo por nacer. Al rato, llegaron unos policías que yo ya conocía. Uno de ellos me dijo que me ayudaría y arregló que una patrullera nos llevara a otro hospital.
Un ángel que me apareció en la calle –dijo, intentando una sonrisa- en ese otro hospital nos pidieron los mismos papeles y volví a mentir. Y a los 15 minutos nació mi hijo”.
Nació sano a las 3 de la mañana. Una hora después le pidieron la ropa para el bebé. No tenía nada. “Me fui, a toda velocidad, a una gran plaza donde los buhoneros (vendedores de calle) vendían pan. Fui a varias panaderías, “bachaqueé” pan, lo vendí; igual hice con los cigarros, me fui al mercado de Coche y los revendía. Fue como hice un dinerito que me alcanzó para comprar una ropita usada y tres pañales. Volé al hospital a llevarlo”.
Pero no le alcanzó para la comida. Así que corrió detrás de carros de basura y rescató alguna comida para llevársela a su esposa. Todo muy duro. Casi heroico. Alejandra seguía hospitalizada pues, estando allí, adquirió una infección. Ordenaron hacer exámenes al niño para descartar que tuviera la misma infección.
Rubén seguía sin un céntimo. No sabía qué hacer. “Recuerdo que entrando al hospital había una imagen del Nazareno de San Pablo –la devoción caraqueña más sólida- y le pedí con todas mis fuerzas que mi hijo estuviera bien y que pudiera examinarlo. Recordé un lugar donde las hacían gratis. Para allá fui”.
La historia continúa
No regresaron al puente sobre el río. Rubén no quería llevarla allí pero volvieron a la calle, detrás del mismo hospital donde había nacido su hijo. Esa misma noche, un aguacero volvió a poner en riesgo al recién nacido pues se mojó todo. “Gracias a Dios no pasó nada –refiere Rubén aliviado- otra vez fue el Nazareno”.
No obstante, volvieron al Guaire pues donde estaban pasaban demasiado frío y, mal que bien, en el río tenía un buggi -así llaman una casa tipo caleta, en otras palabras, dos paredes y un techo- y era un sitio tranquilo.
Nadie baja, solo los “mineros”, que llegan cada mañana. Ellos son los que buscan en el río cosas de valor entre los desperdicios. “Era la única manera de tener techo para nosotros”.
Rubén sabía que había peligros. Una vez el bebé cayó al piso, de una altura de metro y medio. Fue mientras dormíamos. Bajé todo lo rápido que pude. Tenía un morado y se le hundió un poquito la cabeza.
“Allí es muy resbaloso y si llueve, más. Todo está rodeado de tubos grandes, tuberías maestras -describe Rubén- que impiden que el río sobresalga y las aguas caigan a la ciudad. Por eso tampoco nosotros nos mojábamos. Es techado y el agua, cuando rebota, llega hasta su nivel, no puede subir más. Con decirte –recuerda- que para sacar al niño, tenía que amarrarlo a mi cuerpo. Como estaba tan flaco, el pantalón me quedaba grande, así que me lo metía en la cintura y allí, bien agarradito, lo subía y lo bajaba”.
A los veinte días fueron a comer a la iglesia María Auxiliadora donde, cada quince días, trabajaban en algo que se ofreciera. De regreso, a pie, se tropiezan con algo que cambiaría sus vidas: el Panabus, uno de los vehículos, debidamente equipados y coordinados por jóvenes profesionales de distintas áreas que dedican parte de su tiempo al servicio social. Recorren la ciudad cada día ofreciendo asistencia a las personas en situación de calle.
De mala indigente a mediador
Lo aborda un mediador –como ellos llaman a las personas que han rescatado de la calle y trabajan con ellos aportando su experiencia para acercarse a quienes lo necesitan- y lo invita a subir a bañarse, cambiarse de ropa y comer caliente. “Teníamos tanto tiempo sin saber lo que era eso!”
Aceptaron, aunque Rubén desconfiaba. Su prioridad era proteger a su esposa e hijo. Era una oferta tentadora pero “en la calle nunca se había visto eso”, precisa Rubén. Algo muy raro. Estaban comenzando labores, era apenas la tercera jornada del bus. Finalmente, aceptan subir. Los médicos a bordo detectan desnutrición severa y escabiosis en el bebé. Inmediatamente ponen manos a la obra.
A partir de allí, todo fue ayuda para esta familia. Les buscaron donde dormir, les facilitaron ropa y pañales para el bebé, atención médica y comida. Rubén, el cabeza de familia, terminó trabajando con la fundación del Panabús de la cual hoy es un mediador.
Él joven, quien conoce mejor que nadie la calle, se sube cada mañana a uno de los buses y aborda a la gente en la vía, detecta si revisten peligro, si están drogados o armados, los invita a subir, les cuenta su historia y ya son varios los regenerados y más de uno trabaja entre ellos. Un trabajo espectacular el que hace esta gente.
Con el tiempo, Rubén logró adquirir un terrenito donde hizo su casita, humilde pero segura y completa. Ya lleva varios años trabajando con el grupo. Es puntual y responsable. Hoy es un hombre feliz, atrás quedó la cárcel, la mala conducta y los riesgos para su familia. Trabaja con entusiasmo, siempre sonríe y no se queja de su vida pasada sino que toma lecciones que comparte con otros.