Con el coronavirus en los titulares, demos gracias por esta práctica simple que salva vidas y por el hombre que dio su vida para promoverla
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Si bien es difícil imaginar un momento en que el lavado de manos fuera opcional (incluso entre los cirujanos), estos días son bastante recientes en nuestra historia humana.
“Canta Feliz cumpleaños en el fregadero”, dijo mi amigo recientemente mientras estaba haciendo espuma. Y con la amenaza de una posible epidemia en los titulares, canté la canción dos veces.
En realidad, escuchar a alguien decir “lávese las manos” en este clima actual se siente casi como una bendición moderna, por lo que es desconcertante y triste pensar que el hombre que fue pionero de esta práctica, el Dr. Ignaz Semmelweis, fuera perseguido por su descubrimiento revolucionario, hasta el punto de morir prematuramente.
Todo comenzó en 1847, cuando Semmelweis, nacido en Hungría, trabajaba en Viena y realizó una investigación que dio como resultado la institución del lavado de manos obligatorio en los hospitales. Si bien su investigación médica anterior se centró en combatir el infanticidio, una práctica común entre las prostitutas de su época, se diversificó en el estudio de la fiebre infantil (o “puerperal”) en las salas de maternidad.
El momentum de Semmelweis se produjo cuando notó que había tasas de mortalidad sorprendentemente más altas en una sala de partos en particular atendida por médicos y estudiantes, en comparación con otra sala de partos cercana atendida solo por parteras.
Después de un examen exhaustivo de las prácticas en ambas salas, correlacionó las muertes maternas con los estudiantes que habían realizado autopsias en cadáveres inmediatamente antes de asistir a los partos.
Después de exigir una política estricta de lavado de manos entre dejar el laboratorio de cadáveres y dirigirse a la sala de maternidad, las tasas de mortalidad se redujeron de 10 a 20 veces en 3 meses, lo que demuestra que este simple gesto hacían disminuir enormemente los contagios.
Sin embargo, uno esperaría que el avance de Semmelweis fuera acogido positivamente, pero no fue así. Muchos de sus colegas no estuvieron de acuerdo con las conclusiones del médico y rechazaron establecer esa práctica en su trabajo. Los hospitales se quejaron de los costos de proporcionar un ambiente sanitario, y Semmelweis se encontró rápidamente excluido de los círculos profesionales.
Pasó el tiempo y los hospitales donde instituyó el cambio volvieron a sus viejas prácticas insalubres. Semmelweis se agitó tanto con la creciente tasa de mortalidad materna, que algunos dicen que se volvió loco. Pero en lugar de prestar atención a sus hallazgos y volver a instituir el lavado de manos, los colegas de Semmelweis lo silenciaron encerrándolo en un manicomio.
En este punto, se espera que la fe de Semmelweis, rica en historias de santos y mártires que defendieron la verdad a toda costa, lo consolara en sus últimos días, cuando murió de sepsis (igual a la fiebre puerperal, solo que en su caso, el envenenamiento bacteriano no estaba relacionado con el parto), la enfermedad que luchó por curar.
Y aunque no haya un santoral que le recuerde, la vida misma de Semmelweis, su trabajo diario de lucha por “el más pequeño de ellos” es un testimonio de misericordia y una inspiración a través de los siglos.