Para tener una relación cada vez más íntima con Dios es importante buscar conocerlo en su totalidad, en cada una de sus personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Usualmente llevamos la imagen del Padre Dios desde la cuna. Se nos ha enseñado en las familias cristianas, a agradecer a Dios por la vida, el pan, el techo, el abrigo, etc.
Luego somos introducidos en la historia de Cristo, con las Navidades y las catequesis. Pero la experiencia del Espíritu Santo sigue siendo distante a nuestra conciencia durante gran parte de nuestra vida.
Un gran desconocido
Sin embargo, es por este espíritu que llegamos a conocer y a reconocer a la Trinidad, a reconocer a Dios como Padre.
Es el Espíritu de Dios que va cerniendo todo el conocimiento de las cosas divinas en lo más profundo de nuestro ser, convirtiendo la duda en certeza.
Cuán poco sabemos de la belleza de su presencia, de la calidez de su actuar, de la experiencia que se encarna en cada uno de nosotros.
Dios es una trinidad de personas: Padre creador que engendra a su Hijo amado, Cristo y la efusión de ese amor entre ambos genera la presencia de una tercera persona, que procede del Padre, toma a Cristo y gracias a Él, a su pasión, muerte y resurrección, es derramado en cada uno de nosotros.
Recordemos que, en el Evangelio de san Juan, Cristo nos dice: “Si guardan mi palabra, mi Padre y yo vendremos y haremos morada en ustedes” (Jn 14, 23)
Una presencia como una madre
La figura del Espíritu Santo es una presencia activa, que da vida, que renueva, que fortalece, que ilumina, que no se detiene nunca; podría decirse como una madre, que no se cansa, que actúa sin descanso.
Que cuando le damos el espacio, y tomamos conciencia de su presencia, toma lo que somos y nos modela a la imagen de Cristo.
Nos hace “cristianos”, acercándonos a la perfección de ese Dios, quien nos llama a cada uno de nosotros a ser perfectos, perfectos como Él es perfecto.
El Espíritu de Dios recorre la historia, desde el libro del Génesis en el que vemos como “aleteaba” sobre las aguas, hasta nuestra historia personal, tuya y mía, hoy. Es presencia que inspira y expira.
La presencia del Espíritu Santo es algo que se atesora. Es la presencia divina que hace posible que nosotros, criaturas de Dios, imperfectas, limitadas y miserables podamos ser más bellas y puras, podamos desplegar nuestras alas y acercarnos a la plenitud de la vida en Dios, empezar en nuestra historia a transformarnos en aquel proyecto de Dios al que somos llamados de manera particular.
La fuerza más poderosa
Dios nos vio perfectos desde el principio. Pero esa perfección hay que conquistarla. Y solo es posible hacerlo en esta persona que nos enseña, nos inspira, nos trata cual hijos suyos, alimentando nuestro corazón y nuestra conciencia de modo que, sin alterar nuestra voluntad, queramos formar parte, voluntariamente, de aquel proyecto de Dios.
No existe fuerza más pura y poderosa que la del Espíritu en nosotros.
Este espíritu toma forma de hombre para hacernos desde adentro modelos de Dios transformando y sanando pedacito a pedacito nuestra naturaleza herida. Esta fuerza hace que alcancemos la perfección cual planta alcanza su madurez en la primavera.
El Espíritu Santo además nos da impulsos para buscar a Dios, nos da dones para alcanzarlo y produce frutos para que sepamos que aquel acontecimiento fue obra de la presencia de ese Espíritu en nosotros.
El Espíritu Santo nos hace fortaleza, nos edifica desde adentro, nos levanta de los escombros, nos engrandece, nos cuida y nos embellece el alma.
Le da coherencia a nuestra vida, delicadeza y humildad a nuestras palabras. Pero también provoca, envía y arroja nuestras debilidades lejos consiguiendo que tomes actitudes impensables cuando se trata de abrirse a la vida y al prójimo.
“Dejarse hacer, dejarse deshacer por Él” -me decía alguien-, que sea mi voluntad puesta a sus pies para que se haga como Él quiere.
Qué más podemos pedir a Dios que si hemos de vivir en esta vida, que sea una vida en el espíritu, ¡que la vivamos plenamente sin que nada nos falte!