Estoy llamado a la vida eterna y nada de este mundo va a calmar mi sed infinita
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Una mujer llegó a un pozo a buscar agua. Tenía sed y quería saciarla. O tal vez no sólo ella tenía sed, también los suyos, su familia. Tiene un cubo, el pozo es hondo. Al llegar allí ve a un hombre que le pide de beber:
“Jesús, cansado del camino, estaba allí sentado junto al manantial. Era alrededor del mediodía. Llega una mujer de Samaría a sacar agua, y Jesús le dice: – Dame de beber”.
El mismo Jesús, que llega al pueblo en la hora más calurosa de la tarde, se detiene junto al pozo. Allí sentado tiene sed. Se acerca una mujer a buscar agua.
Jesús se dirige a ella, habla con ella. El agua y la sed son la excusa para iniciar un diálogo. Quizás Jesús había descubierto una sed más honda en esa mujer. Una sed insaciable, un ansia eterna.
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Tengo en mi corazón dos tipos muy diferentes de sed. Tengo una sed muy del mundo. Es la sed de todo hombre. El pueblo de Israel clama ante su Dios:
“En aquellos días, el pueblo, torturado por la sed, murmuró contra Moisés: – ¿Nos has hecho salir de Egipto para hacernos morir de sed a nosotros, a nuestros hijos y a nuestros ganados?”.
La sed del mundo se sacia fácilmente pero siempre temporalmente. Jesús, cansado del camino, tiene sed y le pide agua a la mujer. Quiere beber, quiere calmar su sed.
Normalmente busco saciar esa sed primera. Una sed para la que necesito algo sencillo, un pozo, un cubo. Si no tengo cubo y si el pozo es hondo, no podré saciar la sed primera. Si no tengo medios, si no tengo trabajo, si no tengo ayuda de otros hombres con cubo, con pozo.
Si no logro calmar la sed primera, el hambre primera, no tendré paz, no lograré sonreír. Hay tantos hombres a mi alrededor que no tienen saciada esta sed primera… ¿Cómo van a pensar en una sed más profunda?
No pueden mirar más hondo porque la sed del camino, el hambre de alimento es demasiado grande. Y no tienen cómo calmar su sed, su hambre. Comenta el papa Francisco:
“Redescubramos las obras de misericordia corporales: dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, vestir al desnudo, acoger al forastero, asistir los enfermos, visitar a los presos, enterrar a los muertos”.
Son las obras de misericordia materiales. Es necesario saciar el hambre antes de pensar en la necesidad de un alimento espiritual.
Con sed física no se puede hacer silencio ni buscar a Dios. En la enfermedad es más difícil buscar a Dios en lo profundo del corazón.
Esas necesidades básicas me impiden ir más lejos. Tengo que ayudar a los que más necesitan en lo concreto, en la vida diaria. Ahí comienza a hacerse realidad mi misericordia. Una fe sin obras es una fe muerta.
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La mujer está dispuesta a saciar la sed de Jesús. Es su obra de misericordia. Pese a que ella es samaritana y Él judío y no piensan de la misma manera:
“¿Cómo Tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?”.
Y al saciar la sed de agua del pozo, al calmar la sed natural, ella descubre una sed más profunda y lacerante. De repente se da cuenta de su necesidad. Tiene una sed de amor que cinco hombres no han logrado saciar. No quiere volver a tener sed:
“La mujer le dice: – Señor, dame esa agua: así no tendré más sed, ni tendré que venir aquí a sacarla”.
El agua de Jesús parece distinta. El agua del pozo quita la sed por un tiempo, como el agua de cualquier pozo. Pero el agua de Jesús parece diferente:
“Jesús le contesto: – Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú, y Él te daría agua viva. La mujer le dice: – Señor, si no tienes cubo y el pozo es hondo, ¿de dónde sacas el agua viva?;¿eres Tú más que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo y de él bebieron él y sus hijos y sus ganados? Jesús le contesta: – El que bebe de esta agua vuelve a tener sed; pero el que beba del agua que Yo le daré, nunca más tendrá sed: el agua que Yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna”.
¿De qué agua me está hablando? ¿De qué sed? Miro mi corazón inquieto. Tengo, no sé cómo decirlo, una misteriosa sed que nunca se calma. Es una sed de algo infinito, eterno. Es la sed de cielo. El anhelo de un amor que dure para siempre.
Pero las cosas de este mundo son caducas. Pasan, no se quedan, no echan raíces. Y mi corazón no quiere pasar, quiere echar raíces, quiere ahondar, llegar a lo más profundo.
Jesús hoy me viene a decir que incluso puede haber una fuente en mi corazón.
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He visto tantas veces que mi alma es un desierto donde nunca nace una flor. Y me dice que no tema, que estoy llamado a la vida eterna y nada de este mundo va a calmar mi sed infinita.
¡Qué extraño! He puesto mis intereses en el mundo que me rodea. Amo la vida, amo a las personas que están junto a mí, amo al que me ama.
Me gusta la vida, la naturaleza, el mundo con su variedad. Me gustan las personas que aman, las que dan la vida, las que sonríen y despliegan encantos humanos para saciar la sed de amor que tantos padecen. Una sed como la mía.
El agua de este mundo no la calma. O quizás sí, por un momento. Llego a pensar en instantes de éxtasis que no necesito más que este mundo para saciar la sed. Que el agua del pozo basta para calmar el alma.
Pero luego me quedo en silencio y una leve tristeza, como una niebla extraña y densa, cubre mi ánimo y me hace sentir de nuevo desdichado, incompleto, caduco, vacío. No lo sé.
Es tanta mi vanidad… Es como si todas las promesas de eternidad chocaran estrepitosamente contra el muro de los desengaños. Y la sed vuelve con más fuerza, es más honda, más mía.
Cinco maridos han buscado calmar su sed. Cinco sueños efímeros, cinco deseos de eternidad frustrados, cinco caminos bloqueados, destrozados contra el desierto que aumenta la sed sin límite. No hay pozo que la sacie, no hay suficiente agua alrededor.
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