Esta pandemia nos está desvelando muchas novedades.
Esta pandemia nos está desvelando muchas novedades. Una de ellas es la fragilidad del hombre moderno. Quizá la banalidad de muchas de sus aspiraciones. La omnipotente ciencia también ha quedado en cuestión. Un virus muy pequeño a tumbado al mundo científicamente y tecnológicamente más avanzado de nuestra historia.
Reflexionemos. Como afirma el Cardenal Robert Sarah hemos redescubierto nuestra finitud de una forma radical. Del orgullo de un hombre moderno que todo lo podía hace unas semanas, hoy nos encontramos con un hombre que se sabe frágil, finito, dependiente. Emerge un hombre necesitado de arropo, de solidaridad, de calor, de compañía. Un hombre entre la vida y la muerte que se mira al espejo y no se reconoce. Si ayer, hace semanas, el consumo, la ostentación, el estatus y el poder movían muchas almas, hoy, y a lo largo de la pandemia, descubrimos que la vida es muy corta y que se lleva por delante a nuestros seres queridos sin contemplaciones. Y, por lo menos hasta ahora, no podemos hacer nada. Nuestros mayores se mueren solos, desasistidos en lo espiritual, en el plano familiar. Sí, los han cuidado hasta el último momento, pero se han ido sin el acompañamiento de la familia, sin la asistencia de un sacerdote en el caso de los creyentes.
Y si hemos perdido tanto: movilidad, diversión, trabajo, ¿qué nos queda? Nos queda la familia. La familia emerge como un refugio seguro, el lugar al que todos siempre volvemos. Para los creyentes, la familia y la fe. Nos queda consecuentemente lo más valioso, la familia. Aquello de lo que no podemos prescindir: la mujer, el hombre de nuestra vida, los hijos, los abuelos, los hermanos.
Y si regresamos a la familia, ¿qué descubrimos después de compartir tanta convivencia confinada? Pues que hasta antes de la pandemia habíamos llevado una vida individualista donde había muchos planos más importantes para nosotros que la propia familia. Para unos el trabajo, para otros la moda y el aparentar, para los pequeños su consola. Son ejemplos elegidos al azar. Nos podríamos imaginar muchas prioridades que hasta ayer andaban por delante de la familia. Y de repente nos encontramos unos frente a los otros en casa con semanas por delante.
¿Qué debería suceder y qué ha sucedido?
Algunas familias han visto subrayadas sus contradicciones. Y los datos nos hablan de un aumento de la violencia familiar. Si esta violencia familiar es consecuencia del confinamiento, estamos ante familias de desconocidos que coincidían en el hogar sin saber quién quería qué, sin conocer a la esposa, a la pareja, sin haber construido relaciones estables, duraderas, respetuosas. Padres que quizá habían ignorado a los hijos. Ahora, inevitablemente, este desapego se ha mostrado en sus consecuencias más descarnadas. Eran familias desorganizadas, la ciencia social las denomina a menudo caóticas, que sobrevivían sin apenas afecto, donación mutua, reglas, criterios de convivencia. Cada uno iba a los suyo y ahora todo estalla.
Otras familias han tocado esta contradicción y como contaban con un substrato de amor familiar real, ante el reto de organizarse ante el confinamiento, han hecho de la necesidad virtud. Y se han volcado para convertir el hogar en un espacio de convivencia. Se han mirado los unos a los otros a los ojos y han puesto sobre la mesa sus fortalezas y sus debilidades. Han hablado, han quizá discutido. Y en esa dirección dialogante han minimizado las debilidades, y han hecho crecer las fortalezas. Cuáles eran las debilidades: quizá no escucharse. Las fortalezas son muy claras: respeto, espera, autorregulación. Consecuencia: se ha hablado más, se ha consensuado más.
Estas familias que se han visto ante el reto de reorganizar la convivencia han descubierto que tenían su capacidad de escucha bajo mínimos. Para organizarse se ha escuchado más y eso les ha llevado a conocerse mejor. Se han producido roces, pero se ha recuperado la capacidad de pedir perdón. Y la rueda del orden, de las tareas, de las faenas particulares y comunes han crecido. Las rutinas y lo previsible han tomado el mando. El azar ha menguado. Y la capacidad de tolerar, de aguantar, de esperar, ha engrasado las relaciones.
“Nos hemos conocido mejor, sabemos cuáles son nuestras debilidades y fortalezas no generales sino también de cada uno”. Aquel guisa de maravilla, el otro es un experto con el lavaplatos y también hemos descubierto el buen humor y la vis cómica de un tercero. ¡Qué anécdotas, qué chistes! Las sobremesas han crecido y hemos hecho mejorar los lazos con recuerdos, historias desconocidas y quizá también ha emergido una afrenta de hace años que se convirtió en herida y que ahora ha sido curada. Muy probablemente hemos aprendido a convivir.
¿Vamos a aplicar estas lecciones al futuro? Lo hemos pasado mal y bien en casa. Confinados y aburridos, pero hemos salido más familia. A algunos les ha sorprendido incluso la capacidad de entenderse y la importancia vital, por ejemplo, de apoyar, conocer, reforzar los estudios de los hijos. ¿Vamos a aplicar estos hallazgos al futuro post-Coronavirus? O vamos a continuar siendo una familia vulgarmente “bien avenida” pero de miembros que se ven poco y cuentan poco los unos con los otros.
La familia nos da la vida: si hemos aprendido a cuidarla, a cuidarnos, es preciso que no volvamos al pasado. Se habla de héroes y santos en la sanidad y la solidaridad: ¿A partir de ahora toca ser héroes y santos solidarios y serviciales en casa?