¿Cómo es posible que un Dios todopoderoso mire con complacencia a un hijo que se ha alejado y perdido haciendo el mal y desperdiciando su vida?
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Con frecuencia llego a pensar que el pecado es mucho más poderoso que la gracia. Es como esa mancha de aceite que se va extendiendo lentamente echando a perder mi ropa, mis cosas, mi vida. Una mancha de aceite que todo lo contamina.
Quizá por eso me asusta tanto pecar, caer, ceder. Siento que me alejo de Dios con ese pecado pequeño o grande que me hace daño.
Siento que he echado a perder todos mis esfuerzos de pulcritud. Dudo entonces de la misericordia de ese Dios que me dicen que siempre está dispuesto a abrazarme haga lo que haga.
Pero yo no soy así y me cuesta proyectar fuera de mí a un Dios tan distinto. ¿Cómo es posible que un Dios todopoderoso mire con complacencia a un hijo que se ha alejado y perdido haciendo el mal y desperdiciando su vida?
Creo que cada vez que peco, por omisión o acción, ese Dios todopoderoso me mira con cierta reticencia, dispuesto a exigirme la conversión.
No logro controlar el miedo que tengo a presentarle a ese Dios todos mis actos fallidos, mis errores, mis precipitaciones, mis actos negligentes.
Pero la Biblia dice que la gracia sobreabunda por encima del pecado. El pecado de muchos hombres no vale nada ante la misericordia y la gracia de un solo hombre, Dios y hombre. Tengo claro lo que Jesús dijo cuando llamó a Mateo el publicano:
“No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. Andad, aprended lo que significa misericordia quiero y no sacrificios: que no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores”.
Jesús me pide que crea mucho más en el poder infinito y sanador de su misericordia que en la fuerza destructiva de mi pecado. Comenta Juan Antonio Pagola hablando de la misericordia de Jesús:
“La costumbre de Jesús de sentarse a comer con ellos. Es su modo de actuar. Eso escandaliza. Sentarse a la mesa es el gesto más fuerte del profeta de la misericordia. Come sin pedirles penitencia. No guarda distancia. Es amigo de pecadores. No se acerca como maestro de la ley. Ofrece amistad y comunión”.
Deseo creer que su amor es más fuerte y su perdón más grande. Que es el profeta de la misericordia que quiere sentarse a comer conmigo.
Pero a menudo me veo tratando de limpiar con un paño cualquier mancha en mi conducta. Por miedo al rechazo de ese Dios misericordioso en el que digo creer con tanta fuerza.
Quiero pensar hoy que es Jesús quien abre su costado para regalarme una fuerza invencible, un agua pura que todo lo purifica. Una gracia que va a ser más poderosa que cualquiera de mis pecados.
Quiero hoy pensar que mi vida no consiste en llevar una vida intachable imposible para el hombre. Porque veo que incluso mi codena y repudio del pecado de otros hombres tiene algo pecaminoso escondido.
Me creo yo justificado, y me lleno de vanidad. La soberbia y el orgullo llenan mi alma del veneno de la autosuficiencia. Empiezo a ver que sólo yo y mi forma de hacer las cosas es la correcta. Y los demás viven en el error o en el pecado.
Quiero vivir para hacer el bien, y que mi vida pueda ser un testimonio de ese bien que deseo. Me siento pobre y necesitado en mi debilidad. Necesito que Dios salve mi vida.
No quiero vivir reprendiendo a los que no actúan como corresponde. Sé que vivir sin pecar no es posible. Pero sé que sí es posible abrirme a la gracia que me hace mejor persona y más capaz de hacer el bien.
Anhelo vivir sin esa tensión del que quiere esquivar a toda costa el precipicio. Quiero vivir con la alegría del que sabe que vive continuamente sosegado en medio del abrazo de su padre.
Y se siente no ya justificado sino simplemente amado. Y sabe que la gracia que recibe de lo alto es muy superior a todas sus deficiencias.
Y entiende que dejar de hacer lo que hace mal a veces no es posible y otras veces sólo será posible si una fuerza de lo alto viene a iluminar y acompañar todos mis pasos.
Me gusta pensar en ese Dios que sale a mi encuentro dispuesto a recibirme cada mañana y dispuesto a olvidar todas mis negaciones. Deseoso de que pueda regalarle todo mi amor, ese pequeño amor que llevo dentro.
El arrepentimiento forma parte de mi camino de vida. Vuelvo a empezar una y otra vez después de haber caído. No importa cuántas veces sean.
Siempre de nuevo vuelvo a decirle a Jesús que lo quiero por encima de todo. Y mi corazón vuelve a reubicarse mirando el cielo.
Necesito su gracia para comprender que Él es mucho más grande y poderoso que todo lo que yo no hago o hago mal. Es Él quien me salva de la tristeza y del pesimismo. Y llena mi alma de alegría y esperanza. Su perdón me sostiene y llena de paz.