Durante dos siglos los honores han sido para militares y combatientes, pero la nueva historiografía empieza a reconocer el protagonismo de niños, mujeres y gente del común
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La historia convencional de las batallas del Pantano de Vargas y de Boyacá, que sellaron la libertad de lo que hoy es Colombia, están llenas de admirables acciones, algunas verificadas y comprobadas y muchas que pisan los terrenos de la fantasía.
Así lo manifiesta Alfredo Cardona Tovar al señalar que “a menudo se confunde la realidad con la leyenda o se inventan situaciones que tergiversan los hechos”. Para este historiador, en el caso de las guerras americanas contra la Corona española, “muchos hechos fueron magnificados para crear héroes y levantar la moral de los combatientes”.
En el caso colombiano, los relatos —por lo general— ponderan la estrategia del Libertador Simón Bolívar, la audacia de Francisco de Paula Santander, el tremendismo de Juan José Rondón y el sacrificio del irlandés Jame Rook, pero poco profundizan sobre personajes del pueblo que hace dos siglos, con sus pequeñas y grandes acciones, contribuyeron a la victoria sobre las tropas españolas.
Muchos de ellos eran modestos campesinos, amas de casa, hacendados adinerados o niños y niñas que, como sus padres, deseaban la libertad. Casi ninguno conocía a los héroes criollos, pero alcanzaron a verlos de cerca y a “enamorarse” de una causa que asumieron como propia. Al final de los cruentos combates, después de sus valiosos aportes, sus héroes partieron, se coronaron de gloria eterna y ellos quedaron en casa sin que nadie los reconociera.
Recientemente, los colombianos conmemoraron (en 2019) el Bicentenario de su Independencia —un violento proceso que empezó en 1810 y se consolidó el 7 de agosto de 1819 con la célebre Batalla de Boyacá— y los nombres de esos personajes ignorados por la historia y sus propios vecinos han brotado con fuerza y reconocidas sus buenas acciones.
El episodio más expandido es el de Pedro Pascasio Martinez, niño campesino que al terminar la Batalla de Boyacá halló escondido detrás de una piedra a José María Barreiro, el jefe de Tercera División de los ejércitos del rey de España, quien le ofreció una bolsa con monedas de oro para que no lo delatara.
Los relatos indican que Pascasio no solo rechazó el botín sino que puyándolo con una lanza lo llevó preso ante Bolívar que, sorprendido por el arrojo del soldado de trece años, le regaló cien pesos y lo ascendió al grado de sargento. Este ejemplo ha sido reivindicado casi 200 años después como un admirable acto de valor y honradez. Por eso, anualmente el Senado de la República confiere una medalla a colombianos que se hayan destacado por sus valores éticos y morales.
Otro caso recientemente divulgado es el de Matilde Anaray, jovencita de quince años que ante la llegada de las semidesnudas tropas patriotas luego de atravesar el mortífero páramo de Pisba —una montaña de la cordillera Oriental con bajísimas temperaturas— regaló su vestuario, incluido el costoso traje de quinceañera, para que algunos soldados pudieran elaborar sus nuevos uniformes. Su caso, documentado por testimonios del párroco del pueblo de Pasca que observó la escena porque ocurrió dentro del templo, es presentado como ejemplo de desprendimiento y solidaridad.
Otros pequeños grandes héroes
También fueron héroes los doce hijos de Juan Vargas, rico hacendado de la región, dueño de los predios donde el 25 de julio de 1819 se libró la más sangrienta de las confrontaciones entre neogranadinos y españoles, la Batalla del Pantano de Vargas, en la que murieron por lo menos 1.600 hombres de ambos bandos y decenas quedaron mutilados. Los historiadores cuentan que el comandante Barreiro dio por sentado que Vargas y su esposa eran cómplices e informantes de Bolívar y como escarmiento ordenó su público fusilamiento. Hoy los habitantes de Paipa, Boyacá, lugar donde queda el Pantano, recuerdan a estos catorce mártires y la casa donde fueron ejecutados mostrando al público la Casa Museo Comunitaria Juan Vargas.
Esta es la casa de Juan Vargas, en el Pantano de Vargas. Aquí fusilaron a 14 personas, entre ellas 12 niños
Otros protagonistas de los que poco se conocen sus nombres son los catorce lanceros que al mando del venezolano Juan José Rondón le dieron la vuelta a la confrontación en la fangosa tierra del Pantano de Vargas. Estos hombres, montados en caballos cerreros y armados con lanzas de madera, “ayudaron a Bolívar cuando todo parecía perdido” y lograron un inesperado triunfo. En su honor, en la zona de guerra, se levanta una imponente monumento de acero, hierro y concreto, una obra de arte esculpida por el maestro colombiano Rodrigo Arenas Betancourt.
Una adolescente admirable fue Simona Amaya, quien desobedeció una orden de los comandantes americanos de enrolarse en el ejército como combatiente. Sin importarle el posible castigo de 50 latigazos, la joven vistió traje de hombre y participó en batallas como la del Pantano de Vargas. Allí, al realizarse el conteo de los cadáveres de soldados de los dos bandos, sus compatriotas la encontraron baleada, muerta y disfrazada con traje militar de hombre. Después se supo que disfrazada de esa manera, y apoyada por los hombres, siempre combatió con arrojo y decisión. En su pueblo, Paya, un colegio lleva su nombre.
Más imágenes del Monumento a los Lanceros del Pantano de Vargas aquí:
Casilda Zafra, campesina adinerada de la región de Santa Rosa de Viterbo, figura en la nueva historiografía no como generosa donante de la campaña libertadora. Su aporte fue significativo porque en momentos en que el ejército comandado por Simón Bolívar flaqueaba por las considerables bajas, la escasez de armas, el hambre, la carencia de uniformes y su precaria caballería, le regaló a Bolívar un hermoso caballo.
Los viejos y nuevos relatos describen al ejemplar como “un caballo blanco, de gran estatura y con una cola que llegaba casi hasta el suelo”. No se sabe quién le puso el nombre, pero lo cierto es que montado en el “Palomo”, Bolívar combatió en el Pantano de Vargas, Boyacá, Bomboná —en el sur de Colombia—y Junín, en Perú.
Las Juanas también empiezan a ser reconocidas. No era un grupo establecido previamente establecido ni tampoco pertenecía a organización patriótica alguna. De ellas se sabe que eran madres, esposas, novias, tías o amigas que acompañaban a los soldados desde la retaguardia, pendientes de sus necesidades. En los momentos de descanso, las Juanas eran voluntarias que actuaban como mensajeras, espías, cocineras, enfermeras y hasta confidentes pues ayudaban a los moribundos “a tener un buen morir en Cristo”.
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