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Nuestra vida es una historia, habla inevitablemente. Cuando alguien nos cuenta una, solemos identificarnos con algún personaje o con alguna situación.
Jesús también tuvo la suya y nos contó varias. Su forma de comunicarse fue básicamente contarnos relatos, participar de esas historias para que pudiéramos recordar. Así como vivimos de historias, también nos comunicamos con ellas.
Nuestra forma de comunicarnos dice mucho sobre cada uno. Existe una relación profunda entre las palabras que pronunciamos, o que evitamos decir, y las relaciones que construimos.
Hablamos con nuestros silencios, con nuestra apariencia, con nuestras decisiones y con nuestra indiferencia. Nuestra vida es una parábola, se muestra a los demás. Nos revelamos por lo que somos.
La forma en que nos comunicamos, por lo tanto, siempre deja una marca, no pasa sin dejar rastro en el terreno de la vida de los demás. La forma en que cruzamos esos campos también dice cómo amamos.
Una forma de amar
Esta dinámica está en la base de la imagen del sembrador usada por Jesús. De hecho, Dios también cruza el terreno de nuestra existencia, esparce en él la semilla y lo encuentra en diferentes condiciones.
Al escuchar esta parábola inevitablemente nos surge la pregunta: ¿qué tipo de terreno soy?
Hoy, sin embargo, me parece que esa pregunta es inapropiada. Pensándolo bien nos damos cuenta que la parábola no quiere condenar o recompensar nuestra situación.
La parábola quiere que comprendamos que, en cualquier condición en la que nos encontremos, Dios continúa comprometiéndose con nosotros.
Dios esparce su palabra, se comunica a sí mismo, pone su esperanza en cada uno y nos ama, sea cual sea la temporada que estemos pasando.
Como un campo vive diferentes estaciones, nuestra vida está marcada unas veces por la superficialidad o por la preocupación y el sufrimiento; y otras, por la disponibilidad y la fe.
A veces estamos como piedras, petrificados y cerrados por el dolor; otras, entusiasmados pero inconstantes; o quizás dispuestos, pero llenos de apegos; o, por último, nos encontraremos abiertos y receptivos, preparados para dar fruto.
Este sembrador representa no solo la forma en que Dios siembra su palabra en nuestras complicadas existencias, sino que también representa la forma en que Dios ama cada tierra.
El sembrador no espera a que el campo esté listo para recibir la semilla, sino que pone la semilla sobre cualquier tipo de suelo.
El sembrador no hace cálculos, no siembra solo donde planea cosechar más fruto, sino que corre el riesgo de invertir en cualquier tipo de terreno.
Parece que desperdicia su alimento, pero lo hace en la esperanza de que el mañana multiplique lo que hoy desparrama.
Así de débil y temblorosa es la esperanza. Dentro de su corazón se pregunta: si es la misma semilla la que reparte para todos, ¿por qué produce frutos tan diferentes? ¿por qué unos creen y otros no?
Al final todo será cuestión de tiempo: las semillas que tardaron en recibir acogida en los diferentes terrenos, terminarán germinando.
Perder para ganar
La forma en que trabaja el sembrador habla del estilo en el que Dios ama: quien realmente lo hace, desperdicia, no hace cálculos, no espera que el otro sea perfecto para amarlo, no se compromete solo donde sabe que puede aprovecharlo o donde espera tener un retorno.
Eso no es amor y, sobre todo, no es el estilo de Dios.
Para el Evangelio, realmente amamos cuando arriesgamos, cuando desperdiciamos, cuando también estamos dispuestos a perder. De lo contrario, habríamos estado en lo correcto, pero no en el amor.
Y precisamente allí está el centro de la parábola: Jesús nos enseña a no desanimarnos, el poder de Dios actúa y siempre hay alguna semilla que da fruto.
Dios sabe eso y quiere depender de los terrenos que Él ha creado. Es el misterio de la libertad respetada por un Dios que pide que aceptemos sus dones, que nos invita a ser buena tierra, pero que nos acepta como somos y siembra sobre nuestra fecundidad o sobre nuestra dureza.
Nosotros vivimos con la esperanza de que cuando esa semilla caiga sobre nuestra fecundidad, dé buenos frutos que permanezcan. Frutos que nos mantengan abiertos a recibir siempre los dones del amoroso sembrador.
Aquí algunas inspiradoras frases de la Biblia para mantener la esperanza y perseverar: