La censura ideológica sustituye a la razón y utiliza la presión social para imponerse
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Quemar libros, como hicieron el cura y el barbero tras la vuelta del atribulado Alonso Quijano, es una tarea de criba, de juicio y selección, de distinción entre lo que es bueno y lo que ha de ser destruido porque es malo y daña al hombre.
Quemar libros es, así, uno de tantos sinónimos de censura.
Censurar supone tener un criterio para distinguir lo que es benéfico y lo que no lo es. Y tener autoridad y deseo de proteger del mal. Así lo vemos en El Quijote: al bueno de Alonso Quijano le han dañado ciertos libros y él carece de la capacidad para sobreponerse. Intervienen entonces (sobrina mediante) unos hombres investidos de autoridad y proceden a dar a la lumbre la causa del mal.
No es mi intención sopesar pros y contras, que los hay, en torno a la censura. Quisiera llamar la atención exclusivamente sobre un aspecto que me parece capital.
Me refiero al hecho de que para echar un libro a la hoguera, criticar, juzgar, censurar… hace falta un criterio que permita distinguir el bien de lo dañino.
Lo que caracteriza a Occidente es, precisamente, que toma como criterio lo que dictamina la razón. No la fuerza (justificada o injusta) ni el capricho del gobernante (benévolo o déspota, tanto da): recordemos, en ese sentido, a Antígona enfrentándose al gobernante porque pretende imponer una ley injusta.
Mantener el criterio le cuesta la vida a Antígona, pero prevalece como pilar esencial de Occidente. Porque la razón es un ámbito del que todos participamos y, por eso, aunque haya errores personales pueden ser revisados y rectificados por cualquier otro ser pensante si se remite adecuadamente a la razón, si argumenta.
La modalidad de censura que va cobrando fuerza entre nosotros se articula arteramente sobre la eliminación del criterio racional y consiguiente liquidación de nuestra tradición.
En ese sentido, el protagonista de 1984 expresa sintéticamente la conexión entre razón-verdad y libertad cuando dice: “La libertad es poder decir libremente que dos y dos son cuatro. Si se concede esto, todo lo demás vendrá por sí solo”.
Avanzado el relato, como es sabido, Winston es “reeducado” para que abandone esa idea. Desde parámetros típicamente occidentales, es decir, racionales, Winston duda y pregunta si dos y dos son cuatro y el “educador” le explica: “Algunas veces sí, Winston; pero otras veces son cinco. Y otras, tres. Y en ocasiones son cuatro, cinco y tres a la vez”.
En definitiva, vivimos tiempos nuevos, tiempos de preeminencia de la ideología sobre la inteligencia. Tiempos de liquidación de la razón como el modo en que el hombre entiende el mundo y su lugar en él, su vida y su sentido. Y eso es precisamente lo que censura la ideología dejándonos, de una sola tacada, sin verdad, sin bien y sin razón para vivir.
Puede parecer que “estar obligado” a sostener que dos y dos son cuatro, y nada más, anula la libertad de poder cambiar (unas veces sí; otras, no). Así juegan la ceremonia de la confusión y la manipulación del lenguaje en la que los “tontos útiles” sucumben por millones y adoran las cadenas con las que la ideología los esclaviza y degrada.
Algunos, ingenuamente, pretenden mostrar la contradicción o “argumentar” el error, sin darse cuenta de que las ideologías, al afirmar que dos y dos a veces puede ser “cuatro, cinco y tres a la vez”, ya han abandonado la razón y avanzan por un camino en cuyo pórtico de entrada colocó Dante el rótulo: Lasciate ogni speranza, o voi che entrate. Por esa vía nos arrastra la censura ideológica que es cada vez más capilar y más férrea.
La ideología no ataca negando que dos más dos sumen (siempre y necesariamente) cuatro o que los cromosomas determinantes del sexo sólo se manifiestan con dos variantes, o cualquiera otra manifestación de lo políticamente correcto sino que impone su terrorismo intelectual actuando oblicuamente, provocando confusión mental mediante presión “ambiental”, generando duda y angustia (recuérdese a Winston o cualquiera de nosotros intentando “argumentar” contra cualquier dogma del pensamiento único), aislando al individuo pensante del rebaño que repite consignas: no provoca convencimiento racional (no puede) sino adhesión afectiva.
El ámbito de la afectividad, exacerbada por los “minutos de odio” y la pertenencia al grupo (el hombre masa, la actitud gregaria) consuma la derrota sentimental (que no racional) del individuo.
Ray Bradbury señala un proceder distinto para “desactivar” el criterio racional: “no hace falta quemar libros si el mundo empieza a llenarse de gente que no lee, que no aprende, que no sabe”.
Si la comprensión racional requiere concentración, bastará con habituar al hombre a distraerse, a ser espectador de las cosas y la vida, en definitiva, a la dispersión. Y algo de eso estamos viendo como uno de los efectos de la sociedad del espectáculo, el móvil, internet: mente saltarina, le llaman.
No es mala cosa, en cualquier caso, entender lo que pasa (porque a entender nos mueve la inteligencia). Saber dónde estamos permite orientarnos. Y pudiera ser verdad que donde está el peligro surge también la salvación.