Hay mucho más en el interior de las personas de lo que sospechamos
Mi abuelo padece una pérdida de memoria que no deja de aumentar. Cuando le visito, todavía me pregunta por mi familia y no deja de sorprenderse –con mucho agrado– de que esté casado y tenga seis hijos. Recuerda bien que soy su nieto, recuerda que me pusieron mi nombre por él, pero han empezado a escapársele muchos detalles de mi situación vital actual.
Por otra parte, le encanta hablar de su infancia, de cómo solía hacer sus tareas en la granja familiar de Moscow Mills, Misuri.
Me cuenta que solía enterrar la cosecha de nabos en montículos de tierra para su almacenamiento y que recuperaba el contenido de uno cada día para almorzar. Habla sobre cómo montaba las mulas y lo difícil que era vivir en los austerísimos años 1930.
Cuando llego, le ayudo a incorporarse de su butaca reclinable y recuerda cómo prepararme el café que me gusta. Es un anfitrión consumado. Le gusta ver antiguos partidos de fútbol de décadas pasadas y disfruta cada minuto del juego.
La pérdida de memoria es una enfermedad que subyace bajo la superficie. Le afecta en los recovecos ocultos de su mente y sólo él sabe los valiosos recuerdos que conserva. La frustración, para él, ha sido el que es muy consciente de que ha olvidado algo, aunque no sabe muy bien qué. Estoy seguro de que la sensación es como de haber perdido un fragmento de sí mismo.
Como sacerdote, a menudo visito a personas en los últimos días de su vida. A menudo, sufren de demencia y pérdida de memoria. Incluso en su aflicción, han solicitado un sacerdote católico porque recuerdan su fe y lo importante que es prepararse para la muerte. Quieren hacer una última confesión.
Yo estoy encantado de escucharles esa confesión, a pesar de que gran parte de lo que podría haberse hablado durante la confesión se haya perdido hace mucho. Siempre he creído que Dios honra nuestras intenciones y nuestros mejores esfuerzos para hacer que esas intenciones den fruto, y hay algo precioso en esas confesiones rotas.
Incluso después de que se haya borrado gran parte de su identidad personal, estas personas desean contar a Dios quiénes son exactamente para que Él pueda acogerles, tal y como son. Es un momento de confianza infantil.
No quisiera romantizar la demencia o la pérdida de memoria. Es una limitación difícil y frustrante para las personas que cargan con estas cruces, un enemigo que ataca el centro de su identidad y los aísla tanto del pasado como del presente.
También es una situación dura para los cuidadores. A los hijos les resulta doloroso ver cómo sus padres se van desvaneciendo y se esfuerzan por ofrecerles una atención médica apropiada. Sin embargo, enterrados dentro incluso de este sufrimiento hay momentos de belleza, y una persona con demencia todavía lleva una vida valiosa.
Me preocupa que, con demasiada frecuencia, nuestra valía como seres humanos se vincule a nuestra productividad: cuánto dinero ganamos, cuánta agilidad mental tenemos o qué aptitudes físicas mostramos.
Esto conduce a que ciertas personas que ya no son capaces de contribuir sean olvidadas, ocultas en residencias y se les niegue el cuidado y el respeto que merecen.
Por ejemplo, la terapia artística ha desbloqueado la sorprendente creatividad de las personas que sufren de pérdida de memoria.
Hay mucho más en su interior de lo que sospechamos, tesoros ocultos que sólo emergen después de toda una vida de experiencia. Los terapeutas de arte han ayudado a mostrar la dignidad de las personas incluso en esta última etapa de la vida.
Después de abandonar el porche delantero y caminar de vuelta a la parroquia tras visitar a alguien con demencia, tengo tiempo para pensar. ¿La calidad de vida está ligada a la memoria? ¿Requiere cierto nivel de funcionamiento cerebral? De ser así, ¿cómo podría una persona externa trazar ese límite?
Nos adentramos en terreno muy peligroso si asumimos que las personas que muestran signos de vulnerabilidad y declive automáticamente dejan de tener calidad de vida.
Lo cierto es que, en el caso de mi propio abuelo, me parece más feliz de lo que ha estado nunca. Valora sus días, su tiempo, su café matutino, su familia. La felicidad está disponible en todas las fases de la vida.
No tardé en darme cuenta de que no puedo “arreglar” a ninguno de mis feligreses con demencia, solamente puedo estar ahí, escucharles, ayudarles en lo poco que pueda. No hay más que hacer. La única reacción venturosa es el amor. Y ¿no es esa la cuestión central, en definitiva? ¿Amarnos mutuamente exactamente como somos, lo mejor que podamos?
Las personas con demencia se alegran mucho reviviendo viejos recuerdos y, en cierto modo, su infancia regresa a ellos: su madre vive otra vez, han vuelto a la granja familiar, a los calurosos días de verano cuando miraban al mundo maravillados. Empiezan a desprenderse de las preocupaciones y a encontrar dicha en las pequeñas cosas.
Los momentos de claridad se vuelven más fugaces, pero tanto más preciosos. Nada se da por sentado. Aunque los recuerdos no duren, los momentos de ternura que compartimos siguen siendo importantes. Siguen habiendo sucedido.
Hay muchísimo más en un ser humano de lo que creemos, muchísimo que hace una vida valiosa. Una pieza del puzle de la identidad y la valía humanas está ligada al amor que compartimos, la realidad de que nunca estamos solos, sino que nos turnaremos para cargar el peso de nuestro prójimo: cuando tú eres viejo, yo soy joven; cuando yo soy débil, tú eres fuerte.
La memoria en sí es un esfuerzo colectivo. A lo largo de los años, las familias cuentan historias. Son las historias que nos configuran, que guardan nuestra individualidad al mismo tiempo que nos conectan con nuestros ancestros y nuestros hijos. Nos mantienen conectados incluso durante los estragos de la pérdida de memoria y la demencia.
Como cristiano, tengo fe en que incluso nuestro recuerdo cruza la vastedad de la eternidad y conecta a los vivos con los muertos.