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Antonio José de Sucre: “El Abel de América”

SUCRE
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Macky Arenas - publicado el 21/09/20
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No siempre Venezuela exportó barbarie y bochorno: el Derecho Internacional Humanitario vino en la alforja de un mariscal patriota, pionero de los derechos humanos

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Simón Bolívar lo quería como a un hijo. Y lo bautizó “El Abel de América”. Su pureza y bondad no parecían las de un guerrero y, sin embargo, lo era. Uno de los militares más completos de la gesta emancipadora americana. Tal vez por ello, como el Abel bíblico, terminó sus días vilmente asesinado -camino a Bogotá a reencontrarse con su esposa- luego de guerrear por décadas.

En 1814 toda la población de Caracas tuvo que escapar de las garras de José Tomás Boves, el bárbaro asturiano realista que amenazaba con masacrar a toda la población. La impresionante marcha es conocida en la historia de Venezuela como “La Huida a Oriente”.  A la cabeza de más de veinte mil personas que emigraron penosamente junto a Bolívar y sus tropas -el 7 de julio- iba el Libertador y, cubriendo la retaguardia, Antonio José de Sucre.

Fue el segundo presidente de Bolivia y gobernador en Perú, candidato firme para ser el primer mandatario de Ecuador en 1830, año en que fue asesinado en las montañas colombianas de Berruecos.  Cuentan que Bolívar jamás se recuperó totalmente de la muerte de aquel hijo que nunca tuvo. Se conoce una biografía de Sucre escrita de puño y letra por el propio Libertador.

34 años, héroe indiscutido

Era oriental. Cumanés de nacimiento. Vivió apenas 34 años, durante los cuales generó y protagonizó los episodios más importantes de la historia de Sudamérica, contribuyendo a su liberación del yugo español para convertirse en una región de pueblos autónomos y libres.

En 1818 inició la unión inseparable con el padre de cinco naciones, Simón Bolívar, para conseguir el objetivo de liberar a todos los pueblos de nuestra América.

El 6 de mayo de 1821, Guayaquil tuvo el honor de recibir a Sucre, quien fue parte importante en la meta trazada por la División Protectora de Quito, que salió desde el Puerto Principal, liberando a cada rincón del aún Departamento del Sur (futuro Ecuador), hasta concluir con gloria la Independencia, en el volcán Pichincha, el 24 de mayo de 1822. En su honor, Ecuador adoptó el Sucre como su moneda corriente. Es el héroe indiscutido de Ecuador.

Impresionante es sentir esa presencia sobrecogedora ante sus restos que reposan en la Catedral Metropolitana de Quito. El respeto y veneración de ese pueblo por su mariscal se palpa como si fuera material, tan fuerte es ese legado espiritual.

En estos días, en que Venezuela parece marcada por la vergüenza del trato hostil, cruel y degradante para con quienes disienten, es preciso recapitular en episodios de nuestra historia que nos devuelven la dignidad y nos indican el norte para salir del pantano.

Militar completo

Sucre es  considerado como uno de los militares más completos entre los próceres de la independencia sudamericana.  Y no es para menos pues su aporte fue tan medular que lo mereció.

El mundo parece dirigirse a velocidad hacia estadios que pensábamos superados de conglafraciones bélicas y enfrentamientos fratricidas, conflicto civiles y guerras de guerrillas. Lo único que puede moderar las consecuencias es el llamado Derecho Internacional Humanitario (DIH).

Con ocasión de los grandes conflictos bélicos ocurridos a mediados del siglo XX, la doctrina del DIH se forjó oficialmente con la suscripción de los primeros Convenios de Ginebra o de la Haya, los cuales representan un gran aporte a la dignidad y al respeto por la vida de la humanidad.

Hasta que Antonio José de Sucre, mariscal de América, ganó batallas, los triunfadores se cebaban en los vencidos. Humillaciones, venganza y retaliación era la norma. El ojo por ojo y diente por diente de la violencia guerrera. Brutales y despiadados, mientras más feroces las medidas de revancha y desquite, mejor se disfrutaba el triunfo. Así era, desde las épocas más remotas de la humanidad.

El más bello monumento a la piedad en la guerra

Décadas antes de que en Europa se suscribieran aquellos convenios, en la América Española durante la campaña independentista, el Libertador Simón Bolívar suscribió con el General Pablo Morillo el “Tratado de regulación de la guerra”, el cual contenía importantes parámetros humanitarios a seguir durante el enfrentamiento entre los ejércitos patriota y español, tales como la regulación del trato a los soldados, la población civil y los prisioneros de guerra, lo que lo constituye en un importante antecedente jurídico del DIH.

Sucre redactó este Tratado de Armisticio y Regularización de la Guerra, considerado por Bolívar como “el más bello monumento de la piedad aplicada a la guerra”. El documento marcó un hito en derecho internacional, pues Sucre, fijó mundialmente el trato humanitario que desde entonces empezaron a recibir los vencidos por los vencedores en una guerra. De esta forma se convirtió en pionero de los derechos humanos.

Digno del alma de Sucre

Fue de tal magnitud la proyección del tratado que Bolívar en una de sus cartas escribió: “Este tratado es digno del alma de Sucre”. El Tratado de Armisticio tenía por objeto suspender las hostilidades para facilitar las conversaciones entre los dos bandos, con miras a concertar la paz definitiva. El Armisticio “se firmó por seis meses y obligaba a ambos ejércitos a permanecer en las posiciones que ocupaban en el momento de su firma. Por el cual desde ahora en adelante se hará la guerra entre España y Colombia como la hacen los pueblos civilizados”.

Antonio José de Sucre es reconocido y considerado por los historiadores como el paradigma en defensa de los derechos humanos, expuestos en los tratados y capitulaciones firmados por él, en atención a las responsabilidades asignadas como hombre público y preclaro militar de la causa patriota.

Humanizó la guerra y dejó parámetros

Antonio José de Sucre, el mariscal venezolano que humanizó la guerra, es un contraste brutal con quienes hoy en nuestra patria se pretenden militares y no son sino el descrédito de toda la nobleza y sacrificio que otrora desplegaron nuestros antepasados. Han regresado al despotismo, torturan, humillan, asesinan, todo sin que se les mueva un músculo.

Lo que ha pasado para que se llegara a esta degradación es otra historia. La que nos interesaba exponer hoy aquí es la gallarda, la hermosa y edificante, también verdadera, que inspira y asegura en una idea que guiará los esfuerzos por reconstruir el alma nacional: si en nuestro ADN está “El Abel de América”, en nuestro futuro no lejano está la posibilidad de recoger estas velas de oprobio y deshonor y desplegar las de nuestra herencia de pundonor y decoro.


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