Su vida muestra que para conocer realmente a una persona, necesitamos detenernos y dedicar tiempo a conectar con ella.
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El “Papa viajero”, san Juan Pablo II, llevó una vida extraordinaria.
Desde su época de joven sacerdote en la Polonia de la década de 1950, sobreviviendo a las brutalidades del comunismo, hasta convertirse en un amado Papa que atraía habitualmente a multitudes de cientos de miles de personas, fue uno de los Papas más influyentes de su generación.
Sin embargo, entre tanto, nunca perdió su toque personal. Por ejemplo, cuando fue tiroteado por Mehmet Ali Agca en un intento de asesinato en 1981, luego visitó al hombre en prisión para perdonarle personalmente.
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También era famoso por sus jóvenes días de retiros con pequeños grupos o amigos o feligreses en lo profundo de la montaña, donde tenían tiempo de sobra para estrechar vínculos personales.
Resulta reveladora su entrega al mantenimiento de las relaciones individuales, incluso bajo el peso de las crecientes responsabilidades del servicio a la Iglesia.
Yo soy un mero párroco con muchísimas menos solicitudes de atención de las que él tuvo, pero hay noches en las que estoy tan cansado que me voy a mi dormitorio, cierro la puerta y me doy un atracón de Netflix.
Es digno de admiración que un hombre tan grande como Juan Pablo II lograra encontrar tiempo para reuniones personales cuando lo fácil habría sido perderse en los ajetreados asuntos del Vaticano.
La voluntad de encontrar tiempo para la amistad parece estar menguando en muchos de nosotros.
Por supuesto, los medios sociales nos conectan a su manera, pero cualquier persona sincera sabe que navegar por los perfiles de los medios sociales no es exactamente lo mismo que tener una conversación cara a cara. Por eso hay tantas personas que afirman encontrar deshumanizadora esta nuestra era tecnológica.
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Hay muchos otros factores que nos alejan e impiden conectarnos con los demás. La forma en que nos dividimos en “nosotros” y “ellos” nos acecha con frecuencia, en especial en los medios sociales.
O la forma en que las largas jornadas de trabajo con los largos desplazamientos socaban toda nuestra energía. Es fácil que pasemos muchos días sin conexión humana real.
Por eso Juan Pablo II es tan fascinante. Con lo inteligente que era y lo ocupado que estaba, uno pensaría que solo tenía tiempo para unos pocos amigos íntimos o que le supondría un gran esfuerzo mantener el contacto con la gente. Pero ese no parece ser el caso y las personas que lo conocían siempre se iban con la sensación de que el Papa les concedía su total atención.
Sin duda ponía intención en acercarse, conectar y conocer a las personas. Debajo del genio y en todos sus numerosos libros y enseñanzas, este fantástico hombre ensalzaba una cuestión sencilla y transformadora para la vida: toda persona merece ser amada.
En su libro Amor y responsabilidad, escribe:
“Es equitativamente debido a la persona el ser tratada como objeto de amor y no como objeto de placer”.
Esto es cierto para cualquier encuentro que tengamos con una persona, ya sea un familiar, un compañero de trabajo, un amigo, un desconocido o un enemigo.
La forma en que Juan Pablo II vivió su propia vida es un ejemplo insistente de esta lección. Para él, el problema con el aumento de la tecnología, con la politización de todo o con invertir demasiado tiempo en el trabajo no es que se cruce algún límite filosófico, sino que cosifican a las personas.
Para conocer realmente a una persona, necesitamos detenernos y dedicar tiempo a conectar personalmente.
La vida de san Juan Pablo II muestra que una vida feliz no consiste en adherirse a alguna ideología o demostrarnos a nosotros mismos que tenemos razón y éxito… Una vida feliz gira en torno a las personas. Todas las personas importan. Todas son valiosas. Conexión y amistad son las formas de honrar eso.