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Tengo una pesadilla recurrente en la que empiezo una misa en mi parroquia y, a la mitad, me doy cuenta de que no hay nada preparado –las velas no están encendidas, el vino no está en su sitio, falta la llave del tabernáculo– y todo el mundo en los bancos me observa mientras corro de un lado a otro para corregirlo todo mientras mi cara arde de vergüenza.
Todo bajo control
Como sacerdote, podría describírseme como “detallista”. Me gusta que todo esté perfecto antes de que empiece la misa. Tengo una lista y la repaso dos veces porque, si surge un inconveniente inesperado y las oraciones no van según las expectativas, no lo gestiono muy bien.
A pesar de mi atención al detalle –algunos me llamarán “quisquilloso” y no voy a negarlo–, algunas veces he empezado la misa para darme cuenta al momento de que había olvidado encender las velas del altar. Una vez, salí al altar vistiendo el color litúrgico equivocado. Estoy seguro de que todo el mundo se dio cuenta del error, aunque todos son demasiado amables como para decir nada.
Mi pesadilla más terrible es olvidarme del texto de la homilía y descubrir su ausencia en el momento en que subo al ambón para predicar. Otros sacerdotes pueden hablar muy bien sin sus notas, pero, como introvertido que soy, esa idea me da escalofríos, así que este imprevisto me haría desear enterrar la cabeza en un hoyo.
He reflexionado sobre por qué esta situación me aterra tanto. Creo que es porque implica que he perdido el control y debo afrontar un desafío que yo no he elegido.
Aceptar el desafíos
Siempre he creído firmemente en la idea de que aceptar desafíos e intentar superar tareas difíciles es lo que da satisfacción en la vida.
Mis hijos probablemente estén cansados de que les diga: “Podemos hacer cosas difíciles”. Sí, abordar estos desafíos a veces nos llevará al fracaso, pero también al camino de la grandeza humana.
Todos estamos en el viaje del héroe y, cuanto más pesada sea la carga que podamos llevar y más lejos avancemos en el camino, mayor será la recompensa.
Sin embargo, estos son los desafíos que nosotros escogemos. Podemos aceptarlos con nuestro libre albedrío.
Pero ¿qué pasa con los desafíos que nos eligen a nosotros?
¿Qué pasa con el reto que llega sin invitación ni celebración de nuestra parte?
¿Qué pasa con ese desafío que nos hace hundirnos de desesperación y preguntarnos si este será, de hecho, el obstáculo que finalmente detendrá de bruces nuestro viaje?
El día de la fiesta del papa san León el Magno es hoy y este tema de desafíos inesperados trae a la mente un incidente de su vida.
En el año 452, siendo León Papa, Atila el Huno y su horda de guerreros entró en el norte de Italia y empezó a saquear ciudades. Atila tenía una misión. Iba a saquear Roma y casarse con la hermana del Emperador, colocándose de este modo a sí mismo o a su hijo en la partida para ser el próximo Emperador.
Los ejércitos de Roma estaban impotentes ante el avance de Atila, así que enviaron una delegación para suplicar la paz. Lo peor que podía pasar, según razonó el Emperador, era que Atila matase a los embajadores de la delegación.
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La historia del papa que fue capaz de parar a Atila
El hombre escogido para esta misión de desmesurado peligro fue el papa León I. En vez de declinar el encargo, cosa que nadie le habría echado en cara, dado que este tipo de misión no estaba en los requisitos de su trabajo, León accedió. Su secretario dijo que León, como no tenía ejército que le protegiera mientras cabalgaba hacia el norte, confiaba en la intervención divina.
Lo sucedido a continuación sorprendió a todos. Un testigo informa de que “Nuestro más bendito Papa León –confiando en la ayuda de Dios, que nunca abandona a los justos en sus juicios– asumió la tarea (…). Y el resultado fue el que su fe había previsto porque cuando el rey recibió a los embajadores, quedó tan impresionado por la presencia del sumo pontífice que ordenó a su ejército que detuviese las operaciones militares y, después de prometer la paz, se marchó más allá del Danubio”. Atila se marchó del norte y Roma se salvó.
Lo más impresionante de las acciones de León es que tuvo la confianza de ponerse en manos de Dios, entendiendo que, incluso si llega un desafío de la talla de Atila el Huno para derribar tus defensas, lo que al principio parece tan abrumadoramente violento y destructivo en realidad no tiene poder sobre nosotros.
No importa lo que sucediera ese día, la Iglesia sobreviviría, Roma se recuperaría y Atila y sus hordas se desvanecerían. Los bárbaros ya estaban a las puertas. El desafío era inevitable, así que, en vez de esperar a que cayera sobre él y lo destruyera, León se preparó lo mejor que pudo para afrontarlo.
Mi mayor reto vital
El mayor reto inesperado de mi vida fue el momento en que me percaté de que tenía que hacerme católico. En cuanto me di cuenta de que la Iglesia católica era mi auténtico hogar espiritual, me vi obligado casi contra mi voluntad a convertirme.
Fue un desafío que no esperaba en ese momento de mi vida. Era feliz como sacerdote anglicano, me encantaban mis feligreses y no tenía planes de pasar página. Pero este desafío tenía que afrontarlo sin achicarme, porque sentí el deber de responder a la voluntad de Dios para mi vida.
Incluso sintiéndome perdido sobre qué haría después, di los pasos necesarios para entrar en la Iglesia. El proceso requería que abandonara mi trabajo, vendiera nuestra casa, dejara atrás a queridos amigos, me mudara de localidad y quizás nunca volver a ser sacerdote. Mientras tanto, tenía una esposa y tres hijos a quienes había de mantener.
Este tipo de situación es suficiente en sí para parar en seco a una persona.
Pero ahí está el ejemplo del papa León para motivarnos. Cuando surja un desafío, el tipo de reto que te hace temblar las rodillas, el tipo de crisis existencial que te hace cuestionar tu identidad y el sentido de tu vida, entonces te pones tu abrigo, te subes al caballo y cabalgas a su encuentro.
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