"Creer en el futuro, creer en la vida -dice el papa Francisco- es una necesidad primaria del hombre. Es importante que pongamos nuestra confianza en lo que verdaderamente pueda ayudar a vivir y dar sentido a la existencia."
La esperanza, dice el diccionario, es la "confianza de lograr una cosa o de que se realice algo que se desea".
Y ahí la reflexión nos muestra dos cuestiones importantes:
- ¿Qué espero yo?
- ¿En quién espero yo para que eso se cumpla?
Qué espero yo
El objetivo de mi esperanza debe ser el que corresponde a mi naturaleza humana, por lo tanto ha de ser algo (alguien) que me vaya a aportar la felicidad que todos los seres humanos anhelamos.
Esperar que tengamos buenos resultados académicos o que el año acabe bien, que gane nuestro equipo favorito o que nos toque la lotería o que podamos comprar ese vehículo que tanta ilusión nos hace, son esperanzas nobles. Pero alcanzarlas no colmaría nuestra felicidad completa.
Por eso hay que preguntarse en qué tengo puesta la esperanza y si eso es suficiente, si me va a colmar cuando lo alcance. ¿Me dará la felicidad completa un viaje de vacaciones? ¿Me la darán las riquezas o un estatus social alto?
Incluso en aspectos espirituales, como el éxito, la preocupación social o la política. ¿Me daría la felicidad conseguir ganar unas elecciones en mi ciudad o mi país y alcanzar el rango de máxima autoridad? Nuestras ambiciones se alimentan con la esperanza, pero también descubrimos que eso no da la felicidad completa.
Las aspiraciones humanas son limitadas y el premio que producen también lo es. Cuántas veces nos ha ocurrido que al disponer de algo que habíamos anhelado parece como que se desinfla y ya perdemos interés por eso: ocurre con un juguete a los niños, y a los mayores nos pasa en situaciones más profundas como la amistad o el amor.
Y, sin embargo, todas las personas tenemos esa inquietud, que nos mueve a buscar el horizonte grande de nuestra vida, la felicidad plena.
¿En quién espero que se cumpla mi esperanza?
Ya vemos que para un horizonte tan amplio, poner todas nuestras esperanzas en algo material no es precisamente apostar a caballo ganador. Hemos visto con nuestros propios ojos que lo material no es eterno: un gran edificio puede ser pasto de las llamas o de un desastre natural. Incluso la esperanza de una carrera profesional de éxito puede desvanecerse por un cambio de planes inesperado: una enfermedad, decisiones de otros, una crisis...
Junto a ese tipo de circunstancias, que son reales, no podemos olvidar que existe el paso inexorable del tiempo: envejecer es algo real y no podemos obviarlo. Y es lógico pensar que no siempre dispondremos de las mismas capacidades.
Todo esto nos ha de hacer reflexionar sobre un punto esencial: en quién pongo mi esperanza. ¿Solo confío en mí y en mis propias fuerzas, como quieren hacerme creer muchos libros de autoayuda? ¿Es suficiente esperar en que yo solo -por mi mismo- me construiré la felicidad futura, como pretende la filosofía new age?
La fe hace posible que esa esperanza grande y profunda "apunte" a Dios. La esperanza es la orientación de mi flecha vital. Y hacia Él oriento todo mi ser.
La esperanza del cristiano es la que reúne todas esas esperanzas parciales, humanas y nobles pero insuficientes, y por encima de ellas establece una mayor y que tiene un alcance de otro orden: la felicidad eterna.
La persona cristiana no se conforma con esperanzas de corto alcance. La esperanza del cristiano confía en Dios y en sus promesas. Porque por la fe sabemos que solo Dios puede colmar nuestra ansia de felicidad.
En el encuentro con la samaritana junto al pozo de Sicar, dice Él: "...el que beba del agua que yo le daré, nunca más volverá a tener sed. El agua que yo le daré se convertirá en él en manantial que brotará hasta la Vida eterna." (Jn 4, 14)
La esperanza, para los bautizados, parte de un hecho con el que muchas veces ya nos hemos encontrado sin buscarlo: el bautismo por el que somos hijos de Dios. La filiación divina es un regalo sobre el que deberíamos reflexionar más: ¡soy hijo de Dios y ese tesoro lo tengo ya, sin que haya hecho méritos para ganarlo! Es mucho más que cualquier carné de identidad, pasaporte, visado o pase vip que uno alcance en la vida terrena.
Estar "en la vida de Dios", con la gracia que nos va dando en cada momento, nos ayuda a crecer en la esperanza del cielo. Dice san Pablo en la Carta a los Filipenses:
"Esto no quiere decir que haya alcanzado la meta ni logrado la perfección, pero sigo mi carrera con la esperanza de alcanzarla, habiendo sido yo mismo alcanzado por Cristo Jesús." (Filip. 3,12)
Es Cristo el que nos da la esperanza. Es un regalo inmerecido y un tesoro que crece con el juego divino y humano (la gracia y nuestra respuesta a ella). Nos reporta alegría, paz, serenidad y una mirada de eternidad ante las cosas que van sucediendo, porque vemos en ellas -aunque haya dolor y sufrimiento- la mano amorosa de Dios que nos conduce a la Casa del Cielo que nos tiene preparada.
En un versículo del salmo 2 hay una cita del tamaño de un tuit que es muy reveladora: "Bienaventurados serán los que hayan puesto en Él su confianza". En una traducción muy libre se podría leer como "felices los que habrán confiado en Dios". Y es que la esperanza y la felicidad van unidas.