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Cada noche durante el Adviento, cuando nuestra familia se reúne para cenar, encendemos las velas de nuestra corona de Adviento. A medida que pasan los días y se acerca la Navidad, las velas arden cada vez más. Al final, la vela violeta que encendimos durante la primera semana de Adviento puede incluso quemarse por completo.
Con los años, he llegado a comprender que cada símbolo cristiano tiene un significado que se sale de lo que podríamos considerar puramente espiritual y tiene aplicaciones prácticas. Estos símbolos no solo se utilizan en el ámbito de la Iglesia, sino también en la vida cotidiana. Entre ellos se encuentran las velas.
Se usan no solo con las coronas de Adviento, sino también en bautismos, funerales y, cómo no, cada vez que se ofrece una misa. Las velas simbolizan no solo la luz de Cristo, sino también el concepto de sacrificio. Para alimentar la llama, la cera debe quemarse lentamente y, con el tiempo, las velas comienzan a desaparecer. La lección es clara: si queremos que nuestra luz brille en la oscuridad, vamos a tener que convertirnos en un don de nosotros mismos, en un regalo.
El portal de Belén bajo el árbol de Navidad
Como muchas familias, además de montar una corona de Adviento, también decoramos nuestra casa para Navidad. Los niños colocan un portal de Belén debajo del árbol de Navidad. El niño Jesús no ha llegado todavía y no aparece hasta Navidad.
Los Reyes Magos tampoco han llegado. Aún están siguiendo la estrella y no está programado que lleguen antes de la Epifanía. A los niños les gusta turnarse para mover a los Reyes Magos por la casa, fingiendo que están viajando a través de las repisas de las chimeneas y los aparadores en su enrevesado camino hacia Belén.
Sin embargo, los pastores están allí en el portal de Belén. Están esperando pacientemente con los animales. Los ángeles también están listos, revoloteando sobre el pesebre vacío donde María y José ya están arrodillados. Todos parecen tener fe en que Cristo llegará tal como siempre dijo que llegaría. Cada año se comprueba que esto ocurre. Cada año, sin falta. Todavía me parece un milagro.
El pesebre vacío
La escena de la Natividad antes de Navidad es extraña porque las figurillas se juntan alrededor de un pesebre vacío. Centran su mirada en el pesebre, esperando pacientemente el día en que se llene su espacio vacío. No solo es extraño que todos estén mirando ese espacio, sino que estén esperando que lo llene un bebé humano.
Los pesebres, por supuesto, no están destinados a contener bebés humanos. No son cunas. Están destinados a llenarse de grano o heno porque un pesebre es un comedero para animales. Esperar que otra cosa que no sea alimento para animales llene ese espacio vacío me parece un acto de fe extraordinaria.
Incluso cuando el niño Jesús aparece la mañana de Navidad, como siempre lo hace, y descansa en su lugar en el pesebre y el portal de belén no es menos extraño. Jesús ha tomado el lugar de la comida.
Jesús, nuestro alimento
Desde el momento de su nacimiento, por la grandeza de su amor, está listo y dispuesto a ser consumido, a ser tomado como pan, partido y convertido en alimento. Hay tremendas implicaciones espirituales en este hecho, pero consideremos las implicaciones prácticas, las preguntas que tú y yo podríamos hacernos sobre la naturaleza de nuestro amor por nuestra familia y nuestros amigos. ¿Es este el precio del amor? ¿Ser consumido?
Sí, este es el precio. Cuando nos comprometemos el uno con el otro, ya sea en el matrimonio, el vínculo de amistad o la relación entre padres e hijos, ese compromiso nos coloca allí mismo en ese pesebre. Ahí estamos consumidos. Nos convertimos en sacrificio. Nos convertimos en un regalo.
Es casi increíble que la gente viva de esta manera, que aceptemos el matrimonio, la familia y la crianza de los hijos sabiendo que a través de estos enredos estamos consintiendo en dar nuestra vida, para vivir ya no para nosotros mismos sino para el bien de los demás.
Incluso un encuentro superficial con la virtud del amor, incluso el acto más tímido de entrega de uno mismo revela rápidamente que abrir nuestra alma a otra persona es la definición misma del florecimiento humano. Y, sin embargo, no deja de ser un milagro.
El amor nos consume
Ciertamente, hay momentos en los que el amor por la familia, los amigos o incluso la humanidad en general nos consume hasta el punto de que no nos queda nada para dar. El amor no es fácil. Tenemos que ser honestos en que tiene un coste. El niño en el pesebre es prueba de ello. Las velas de Adviento que se queman hasta convertirse en tocones son prueba de ello.
Escribir sobre el simbolismo de las velas me recuerda una carta que Chiara Petrillo le escribió a su hijo en su primer cumpleaños. Chiara Petrillo, si no conoce su historia, fue diagnosticada con cáncer mientras estaba embarazada de su hijo. Rechazó el tratamiento de la enfermedad porque podría haber perjudicado a su hijo. Poco después de dar a luz, murió.
Antes de hacerlo, le escribió a su hijo una carta en la que declaraba que no lamentaba nada. Ella le dijo que el amor es el corazón de la existencia, escribiendo: “El amor te consume, pero es hermoso morir consumido, exactamente como una vela que se apaga solo cuando ha alcanzado su meta.”
Esto es lo que veo en las velas agotadas de nuestra corona de Adviento y en el niño Jesús en su pesebre. Veo una belleza terrible: el precio del amor y el objetivo de nuestra existencia.
Estando reunidos alrededor del árbol de Navidad con mi esposa y mis seis hijos, me doy cuenta de que, aunque a veces me agotan, aunque me han traído muchas noches de insomnio, ansiedades y temores por su futuro, aunque me discuten y me retan, sería menos que nada sin ellos. Si el precio de tenerlos en mi vida es acostarme en el pesebre junto a Cristo o hacerme una vela, bueno, eso solo puede hacer que la llama brille más.