“No conocemos otra solución a los problemas que estamos experimentando que rezar más y, al mismo tiempo, hacer todo lo que podemos con mayor confianza”, dice el papa FranciscoEl 2020 se ha despedido de nosotros como el año de la pandemia, de la crisis sanitaria, de la crisis socioeconómica, de los desastres naturales, e incluso, ha sido el año de una crisis eclesial que ha lacerado al mundo entero.
Aun con la esperanza alerta y los ojos puestos en Jesús, no sabemos qué nos deparará el 2021. Que haya acabado el año no significa que la crisis haya llegado a su fin.
El discurso de Navidad del Papa a la Curia Romana es muy pertinente, no solo para los miembros de esta, sino para todos los que pertenecemos a la Iglesia. De él tomaré todas las citas de este artículo.
Hay algo que llama profundamente la atención de ese discurso. Francisco nos dice:
“La crisis ha dejado de ser un lugar común del discurso y del establishment intelectual para transformarse en una realidad compartida por todos”.
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¿Qué es la crisis?
Profundizar en lo que significa la crisis es una de las cosas más acertadas e iluminadoras para este tiempo, ya que nos saca de la incertidumbre y el miedo, para permitirnos ver con claridad y paz.
“La crisis es un fenómeno que afecta a todo y a todos. Está presente en todas partes y en todos los períodos de la historia, abarca las ideologías, la política, la economía, la tecnología, la ecología, la religión. Es una etapa obligatoria en la historia personal y en la historia social. Se manifiesta como un acontecimiento extraordinario, que siempre causa una sensación de inquietud, ansiedad, desequilibrio e incertidumbre en las decisiones que se deben tomar. Como recuerda la raíz etimológica del verbo krino: la crisis es esa criba que limpia el grano de trigo después de la cosecha.
Incluso la Biblia está llena de personas que han sido “tamizadas”, de “personajes en crisis” que, sin embargo, a través de estas cumplen la historia de la salvación”.
Inspiración en la Biblia
De estos personajes hay dos perfectamente actuales: Elías y Pablo.
“Elías, el profeta tan fuerte que era comparado con el fuego (cf. Sir 48,1), en un momento de gran crisis incluso anheló la muerte, pero luego experimentó la presencia de Dios no en el viento impetuoso, ni en el terremoto, ni en el fuego, sino en “el susurro de una brisa suave” (cf. 1 R 19,11-12). La voz de Dios nunca está en el ruido de la crisis, sino en la voz silenciosa que nos habla dentro de la crisis misma.
(…) Y finalmente, la crisis teológica de Pablo de Tarso: sacudido por el deslumbrante encuentro con Cristo en el camino de Damasco (cf. Hch 9,1-19; Ga 1,15-16), se vio obligado a dejar sus seguridades para seguir a Jesús (cf. Flp 3,4-10). San Pablo fue en efecto un hombre que se dejó transformar por la crisis y, por esta razón, fue el artífice de aquella crisis que llevó a la Iglesia fuera del recinto de Israel para llegar a los confines de la tierra”.
Elías supo esperar y encontrar a Dios dentro de la crisis. Y Pablo se dejó transformar por esta, y al propiciarla dentro de la Iglesia, llegó a ser el gran apóstol que nos inspira a todos.
La Biblia está llena de sugerencias para afrontar las crisis:
La crisis es un tiempo del Espíritu
“(….) La crisis nos pone en guardia ante el peligro de juzgar precipitadamente a la realidad como lo hizo el profeta Elías que, al desahogarse con el Señor, le presentó una narración desesperanzada de la realidad: «¡Me consumo de celo por el Señor, Dios del universo, porque los israelitas han abandonado tu Alianza, han derribado tus altares y han matado a tus profetas por la espada: he quedado yo solo y buscan también quitarme la vida!» (1 R 19,14). Y con qué frecuencia incluso nuestros análisis eclesiales parecen historias sin esperanza. Una lectura desesperada de la realidad no se puede llamar realista. La esperanza da a nuestros análisis lo que nuestra mirada miope es tan a menudo incapaz de percibir. Dios responde a Elías que la realidad no es como la percibió: «Regresa por tu camino hacia el desierto de Damasco. […] He dejado en Israel siete mil personas, todas las rodillas que no se doblaron ante Baal y todas las bocas que no lo besaron» (1 R 19,15.18). No es verdad que él estuviera solo: está en crisis.
La crisis nos asusta no solo porque nos hemos olvidado de evaluarla como nos invita el Evangelio, sino porque nos hemos olvidado de que el Evangelio es el primero que nos pone en crisis”. “Es el Evangelio el que insistentemente, nos invita a la humildad, y aunque nos parezca imposible nos descubre que el tiempo de crisis es un tiempo del Espíritu. La experiencia de una confianza íntima de que las cosas van a cambiar, que surge exclusivamente de la experiencia de una Gracia escondida en la oscuridad”.
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La lógica del conflicto, totalmente distinta
Sin embargo, es de vital importancia no confundir la crisis con el conflicto:
“La crisis generalmente tiene un resultado positivo, mientras que el conflicto siempre crea un contraste, una rivalidad, un antagonismo aparentemente sin solución, entre sujetos divididos en amigos para amar y enemigos contra los que pelear, con la consiguiente victoria de una de las partes”.
La lógica del conflicto siempre busca culpables a quienes estigmatizar y despreciar, y justos a quienes justificar, para introducir el falso pensamiento de que cada bando es independiente, y que por lo tanto, no pertenece a un cuerpo común.
“La Iglesia entendida con las categorías de conflicto —derecha e izquierda, progresista y tradicionalista—, fragmenta, polariza, pervierte y traiciona su verdadera naturaleza. La Iglesia es un Cuerpo perpetuamente en crisis, precisamente porque está vivo, pero nunca debe convertirse en un Cuerpo en conflicto, con ganadores y perdedores. En efecto, de esta manera difundirá temor, se hará más rígida, menos sinodal, e impondrá una lógica uniforme y uniformadora, tan alejada de la riqueza y la pluralidad que el Espíritu ha dado a su Iglesia”.
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Un final y un inicio
Aunque experimentarnos en crisis nos hace morir un poco cada día, ese acto de morir marca al mismo tiempo un final y un comienzo. A pesar de que veamos algo que ha finalizado, al mismo tiempo en esa finitud se manifiesta un nuevo comienzo.
“En este sentido, toda la resistencia que ponemos cuando entramos en crisis, a la que nos conduce el Espíritu en el momento de la prueba, nos condena a permanecer solos y estériles, al máximo en conflicto. Al defendernos de la crisis, obstruimos la obra de la Gracia de Dios que quiere manifestarse en nosotros y a través de nosotros. (…) Todo lo que de mal, contradictorio, débil y frágil se manifiesta abiertamente nos recuerda aún más fuertemente la necesidad de morir a una forma de ser, de razonar y de actuar que no refleja el Evangelio”.
De cada crisis emerge siempre una necesidad de renovación, pero si realmente queremos una renovación, debemos tener la valentía de estar dispuestos a todo.
No se trata de remendar un vestido, se trata de vestir un vestido nuevo, para que se manifieste que la gracia no viene de nosotros sino de Dios.
¿Qué hacer entonces durante la crisis?
En primer lugar, aceptarla como un tiempo de gracia que se nos ha dado para descubrir la voluntad de Dios para cada uno y para la Iglesia.
“Es fundamental no interrumpir el diálogo con Dios, aunque sea agotador. Rezar no es fácil. No debemos cansarnos de rezar siempre (cf. Lc 21,36; 1 Ts 5,17). No conocemos otra solución a los problemas que estamos experimentando que rezar más y, al mismo tiempo, hacer todo lo que podemos con mayor confianza. La oración nos permitirá “esperar contra toda esperanza” (cf. Rm 4,18)”.
La crisis es movimiento, es parte del camino. El conflicto, en cambio, es un camino falso, es un vagar sin objetivo, es quedarse en el laberinto, es una pérdida de energía y una oportunidad para el mal.
“Cada uno de nosotros, cualquiera que sea nuestro puesto en la Iglesia, debe preguntarse si quiere seguir a Jesús con la docilidad de los pastores o con la autoprotección de Herodes, seguirlo en la crisis o defendernos de Él en el conflicto”.
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