En una vida dedicada al servicio de Francia, “el hombre del 18 de junio” estaba armado, ciertamente, de un sentido político excepcional, pero también de algo que quizás se olvida: una fe a prueba de todo. Una característica que se remonta a los primeros años de su vida
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La madre del que sería general fue su primera educadora religiosa. Motivada por una piedad arraigada en sus entrañas, como daría testimonio él mismo al final de su vida en sus Memorias de guerra: “Mi madre dedicaba a la patria una pasión intransigente, al nivel de su piedad religiosa”. En la familia de los De Gaulle se creía en Dios y en Francia, no había uno sin el otro. Así que la vida del joven Charles, bautizado desde su primer día, estuvo emplazada bajo la señal de la Cruz. Es más, su familia sentía un apego particular por el culto mariano.
¿Un milagro en Lourdes?
Durante su infancia, su formación escolar estuvo confiada a los jesuitas. Fue durante esos años, después de su comunión en la capilla de la Inmaculada Concepción en París, cuando fue llevado a servir en la misa. Le dedicaba el entusiasmo del joven católico ferviente que no dejaría de ser durante toda su vida. Cabe añadir su creencia en la vida sobrenatural marcada por su peregrinación a Lourdes, a la edad de 17 años,
Durante la peregrinación fue testigo de un milagro, según el libro de entrevistas entre su hijo, Philippe de Gaulle, y el periodista Michel Tauriac. A su madre le escribió que, delante de sus ojos, una mujer paralizada y tuberculosa fue curada durante la procesión del Santo Sacramento. Una escena que le haría reflexionar sobre el sacerdocio, según algunos. Una idea que descartarían años más tarde sus allegados.
En su corazón, la llamada de las armas resonaba más intensamente. De modo que se dirigió a la escuela militar de Saint-Cyr para empezar su carrera militar y servir a Francia. Cuando el siniestro mes de agosto de 1914 trajo su espantosa guerra, seguramente De Gaulle marchó al frente con los versos de Charles Péguy. “Madre, aquí están tus hijos que tanto batallaron…”. A su regreso del cautiverio, tras haber resultado herido y prisionero en Verdún, se casó con Yvonne Vendroux, cuyo ardiente catolicismo a veces era motivo de burla cuando acompañaba a su marido al Elíseo.
Los grandes autores católicos
En el periodo de entreguerras, cuando se convirtió en profesor en Saint-Cyr, escribió algunos de sus libros de teoría militar donde muestra su espíritu visionario. En particular sobre la utilización de los blindados. Sus lecturas eran por entonces muy variadas y, aunque le llevaban hacia grandes autores católicos como Bernanos, Psichari, Mauriac o Chateaubriand, no se limitaba a esto y apreciaba también la lectura de la filosofía de Nietzsche y su pesimismo filosófico.
Un pesimismo que, por fortuna, no habitaba en su espíritu en 1940, año en el que se convirtió, con su llamamiento del 18 de junio, en la encarnación de la esperanza. Una esperanza luminosa desde el otro lado del canal la Mancha, cuando la noche se abatía sobre Francia. Además, a veces se olvida y es necesario recordarlo: muchos católicos fueron los que respondieron a su llamado. Un compromiso precoz que contrastaba con el de los comunistas que esperaban, por su parte, el ataque de Alemania contra la URSS, en junio de 1941, para unirse a la Resistencia y su ejército de las sombras. Otras grandes figuras de la Francia Libre, como el general Leclerc o el almirante d’Argenlieu, antiguo carmelita, compartían también esta práctica religiosa lejos del anticlericalismo de las élites de la III República.
Un Magnificat en Notre-Dame
En Inglaterra, el general encontró precisamente tiempo para ir a misa los domingos a pesar del peso de sus responsabilidades. A menudo se le veía en la catedral católica de Westminster entre dos reuniones dominicales. Tras el desembarco del 6 de junio, cuando la liberación de París iluminó la capital, el general De Gaulle se reunió por fin con la capital liberada. El 26 de agosto de 1944, descendió vencedor por los Campos Elíseos, rodeado de una multitud eufórica. Los parisinos lo acompañaron hasta Notre-Dame para asistir a un Magnificat y dar gracias por la victoria.
Sin embargo, Francia volvía a encontrar luego sus divisiones de antes de la guerra. En 1946, debido a su oposición a la nueva constitución, Charles de Gaulle dimitió. Entonces inició su larga travesía por el desierto. En su casa en Colombey-les-deux-Églises, austera región, preparó su regreso y comenzó a escribir sus Memorias. Durante estos años difíciles, se vio marcado también por la muerte de su hija Anne, con trisomía 21, y con la cual sería enterrado. También en este tiempo, su sobrino François de Gaulle se ordenó sacerdote y se convirtió en uno de los misioneros de los Padres Blancos en África. Este compromiso le suscitó una gran emoción, igual que la entrada en el Carmelo de su secretaria, Elizabeth de Miribel, a quien escribió con su estilo clásico inimitable: “Aportarás a Dios, igual que a ti misma, una obra de la que habrás formado enorme y noble parte y unas experiencias francesas que arderán siempre incluso sobre nuestras tumbas”.
La fe como motor de vida
Durante estos años, encontró, a pesar de todo, fuerzas en la religión y se le veía regularmente confesarse en un centro de jubilados para sacerdotes ancianos, cerca de Colombey. Su piedad es descrita por su hijo, Philippe de Gaulle, con estas palabras: “Su profunda fe era el motor de su vida, pero nunca hizo alarde de ella. Era un asunto interior, tan interior, tan restringido que algunas personas —para quienes la exteriorización de los sentimientos era la regla— a veces dudaron erróneamente de su existencia”.
En 1958, la crisis de Argelia devolvió al poder a quien aún se le considera como el salvador de Francia. Y aquí está, con las manos libres para establecer la V República, tan fiel a sus concepciones políticas. La República le ofreció la capacidad de guiar al país durante más de diez años, con indiscutibles éxitos diplomáticos y económicos. Durante esta década, cumplió con su deber de cristiano y asistió regularmente a misa. Sin embargo, cuando asistía como jefe de Estado, se negaba a comulgar, porque encarnaba entonces el Estado en la Iglesia.
Una fe privada
En privado, no obstante, no dudaba en continuar comulgando, siempre acompañado de su esposa, que no faltaba nunca al oficio dominical. Durante un viaje a la URSS, no dudó en pedir la apertura de la catedral de Leningrado, cerrada desde hacía casi cincuenta años, para asistir a un oficio y señalar su apoyo a la Iglesia rusa, restringida por el poder soviético.
Tras su dimisión en 1969, viajó a Irlanda y a España, dos tierras católicas donde no olvidó visitar los lugares de culto. Recorrió con admiración estas tierras impregnadas por la piedad de sus habitantes. A su regreso en 1970, falleció por la rotura de un aneurisma, pero tuvo tiempo de recibir la extrema unción de manos del cura del pueblo. El general De Gaulle fue enterrado, después de una ceremonia íntima en la iglesia de Colombey-les-deux-Églises y un réquiem en Notre-Dame de París, en presencia de los más grandes soberanos y jefes de Estado extranjeros. Así termina la vida de este gran patriota y gran cristiano.