En la realidad hay cosas que son verdad y otras que no, y eso nunca lo podremos negar… ¿cómo descubrir la autenticidad de los acontecimientos?
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Hemos hecho tan mal uso de la verdad que ya no podemos, en algunos contextos, ni mencionarla.
El problema es que nos hemos adueñado de ella y la hemos puesto en un pedestal de superioridad moral injustificado y muerto. La hemos tratado como si la pudiéramos poseer o manejar a nuestro antojo e interés.
La verdad está muy lejos de pertenecer a alguien. No es una idea, ni una opinión; ni una afirmación que proporcione ventaja a algún grupo o individuo.
El devenir de la vida está lleno de atenuantes, de puntos de vista. En la actualidad hemos permitido que estos oscurezcan la luz de la verdad.
Confiamos más en las opiniones, y por ello, lo esencial se va alejando de nuestros ojos como cuando por estar lejos de un paisaje, no alcanzamos a verlo bien.
Es cierto que hay tonos grises, que no todo es blanco y negro, y que debemos mirar la realidad desde distintos ángulos. Pero nos hemos olvidado de que ver la realidad desde distintos ángulos no significa que todas las opiniones son verdaderas.
Los ángulos son ángulos y las opiniones, opiniones. Cada una de las diferentes formas de ver un acontecimiento tiene validez y las dos pueden tener algo de verdad, pero siempre habrá una verdad mayor que nos permitirá juzgar (en el buen sentido de la palabra) lo que sucedió y poder así hallar la autenticidad en los acontecimientos de nuestra vida.
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Moral y verdad
En un mundo como el nuestro, claro que podemos hablar del valor moral que tiene la verdad sin adueñarnos de él. En la realidad hay cosas que son verdad y otras que no, y eso nunca lo podremos negar.
Podemos contar con ella para definir si las cosas son o no son, si hemos obrado bien o si hemos obrado mal. Acudimos a ella para tomar decisiones importantes en nuestra vida, decisiones con valor moral, pero precisamente porque la verdad no nos pertenece, nunca podremos entenderla ni vivirla fuera del amor.
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Amor y verdad
No hay verdad sin amor. De hecho, el verbo hebreo “yada” que significa conocer, se usa también para referirse a la unión personal, a la unión sexual, esto es, unión con toda la realidad de la persona.
Conocer es hacerse uno con lo conocido. De esta manera, el más perfecto de los conocimientos no es el de las cosas sino el de las personas. Conocer a una persona es amarla.
Solo cuando amamos a una persona podemos decir en verdad que la conocemos. De la misma forma podemos afirmar que solo con el amor podemos ver la verdad. Quien está en la verdad es porque ama. Y el que ama está lejos de poseer el objeto de su amor.
Que la verdad se fundamente en el amor nos da una clave importantísima: la verdad más que una idea es una persona. Y por ser una persona, será necesario recurrir siempre a ella para encontrar si lo que pensamos, sentimos y hacemos están en sintonía con lo que esa persona es.
Una verdad mayor que guíe nuestras opciones nos brinda un norte seguro que nos aleja del relativismo de las cosas. Un amor seguro e infinito nos lleva a conocer auténticamente la realidad y a aprender a discernir, para nuestra vida, lo que es bueno, bello y verdadero.
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Una verdad sin amor no es verdad sino mera letra muerta sin espíritu, y como la verdad es una persona que es el amor mismo, nunca dejará de ser nuestra luz.
“El amor es en el fondo la única luz que ilumina constantemente a un mundo oscuro y nos da la fuerza para vivir y actuar. La verdad es luminosa porque es amor. Y el amor es la luz de la verdad” (Papa Francisco).
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