Jesús recogía el deseo de las personas, no lo trivializaba ni lo pasaba por alto, sino que se aseguraba de que ese deseo pueda surgir, crecer y madurar
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Este tiempo de privación podría restaurar en nosotros la capacidad de desear. ¿Qué deseamos? Es una pregunta muy amplia que podría afinarse en este periodo por el que pasa nuestro mundo.
El Señor constantemente en su Evangelio nos invita a entregarle el deseo que habita en nuestro corazón, aunque sea uno incipiente, simple, un deseo que puede parecer banal.
Son muchos los deseos que llevan a un encuentro, y la Palabra de Dios no es la excepción.
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Despertar
Samuel, por ejemplo, aún no es capaz de reconocer la invitación que el Señor le dirige. Sin embargo, esa voz que lo llama por su nombre lo lleva a sentirse incómodo, a despertar del sueño, lo empuja a preguntar. A través del profeta Elí, Dios encuentra la manera de llegar a su corazón. Es importante, sin embargo, notar la disponibilidad que muestra Samuel:
“No dejó que una sola palabra quedara vacía” (1 Sam 3,19).
A veces, nosotros preferimos quedarnos dormidos. Somos perezosos (incluso en la vida del Espíritu elegimos no ser molestados). Por no renunciar a nuestra comodidad perdemos la posibilidad de un encuentro.
El comienzo del deseo
En el primer capítulo de Juan, los discípulos de Juan el Bautista, cuando él les señala al “Cordero de Dios” (aunque ellos no comprendan bien lo que significa ese apelativo) voltean a mirar, incluso sin saber exactamente lo que quieren o lo que buscan.
Es Jesús quien recoge su deseo, no lo trivializa y no lo pasa por alto, sino que se asegura de que ese deseo pueda surgir, crecer y madurar. Jesús se detiene, se vuelve hacia ellos y les pregunta: “¿qué buscan?”, como para decirles ¿qué quieren?
Si buscamos algo es porque lo extrañamos, incluso si aún no sabemos lo que es o qué puede responder plenamente a esa carencia. Sin embargo, debemos comenzar a caminar.
Deseo de saber
La respuesta de los discípulos resalta la simplicidad inicial de su deseo. Responden preguntando solo por el lugar donde vive Jesús.
El lugar donde vivimos, obviamente, habla de nosotros. Entrar en la casa de alguien significa tener cierta confianza, compartir un espacio personal. Los dos discípulos, por tanto, piden conocer a la persona de Jesús y para hacerlo es necesario compartir una intimidad.
De hecho, Jesús responde no a través de una definición, sino invitándolos a vivir una experiencia: es necesario ir a ver…
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Un auténtico encuentro
Un auténtico encuentro queda grabado en la memoria: los discípulos recuerdan la hora exacta de ese momento, pero también sienten la necesidad de anunciar lo vivido.
No podemos contener la alegría, necesitamos contar para que otros también puedan vivir la misma experiencia.
Otro hermoso detalle es que el texto no nos dice dónde vive Jesús: no se describe el lugar a donde fueron invitados a vivir una experiencia con el Señor, quizás para evitar pensar que existe un lugar, un camino, donde uno puede encontrarse con Él.
Ese lugar es siempre nuevo y específico para cada uno de nosotros y nunca podrá absolutizarse. Cada uno de nosotros está llamado a tener su propia experiencia de Dios.
Y un cambio
El encuentro con el Señor cambia la realidad. Andrés va corriendo a contarle lo vivido a su hermano Simón.
Es interesante notar que si bien el libro del Génesis, desde el principio y repetidamente, habla de conflictos y violencia entre hermanos, el Evangelio de Juan, comienza con el seguimiento de Jesús vivido por parejas de hermanos, como para decir que la buena noticia reconcilia y renueva esas relaciones difíciles.
Luego hay una indicación final de cambio: el nombre de Simón se convierte en el de Pedro, como para marcar, de una manera aún más radical, que algo se ha transformado.
Si el nombre indica la identidad de la persona, el cambio de nombre indica una novedad profunda, esa novedad que Cristo trae a nuestra vida, una novedad que muchas veces buscamos sin saber dónde encontrarla.
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