Quizás cada vez más nos convertimos en personas protegidas, es decir, personas que no quieren ser tocadas y se mantienen a distancia…
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Debido a la pandemia, hemos desarrollado una capacidad extra grande para comunicarnos gracias a las redes sociales y el Internet.
En particular, en los primeros meses de encierro, asistimos a misa por zoom, Facebook o YouTube; incluso aún hoy, mucha gente lo sigue haciendo. Así, nos encontramos ante un nuevo fenómeno: la gente empieza a preferir esta vía remota para participar en la Eucaristía.
El riesgo de la distancia
Salvo aquellas situaciones en las que es imposible ir a la parroquia, ver la celebración desde una pantalla nos convierte en espectadores. Es como si por un lado hubiera una comunidad que festeja, y por el otro, alguien que mira desde fuera.
Sin embargo, esta práctica ha encontrado un terreno fértil en un contexto cultural como el nuestro, en el que preferimos mirar sin involucrarnos.
La liturgia eucarística es una experiencia que toca nuestra sensibilidad, nos lleva, nos compromete. Nos da la imagen clara de ser un cuerpo con otros creyentes, un pueblo. La Eucaristía, por tanto, no es algo que solo disfruto sino algo que yo mismo ayudo a realizar.
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Sin ser tocados
Cada vez más nos convertimos en personas protegidas, es decir, personas que no quieren ser tocadas y se mantienen a distancia. Es la imagen del creyente rutinario, que vive por costumbre una experiencia que ya no le dice nada.
De hecho, la Palabra de Dios siempre habla, somos nosotros los que muchas veces nos congelamos para no escuchar lo que el Señor quiere decirnos.
Cuando en la oración no sentimos ningún movimiento interior ante la Palabra de Dios, puede ser útil hacernos una pregunta: ¿qué es lo que no quiero oír?
A veces, por ejemplo, en la comunicación humana, nos cerramos para evitar ser heridos. Cuando nos sentimos decepcionados o débiles, tendemos a poner distancia. Tenemos miedo de que nos golpeen, tenemos miedo de cada palabra que pueda herirnos.
La mayoría de veces preferimos una vida tranquila, una vida como la de aquellos que quieren estar ahí para oír o ver sin estar involucrados, sin ser tocados, prefiriendo, por el contrario salir ilesos y controlar la situación.
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Déjate herir
A veces evitamos que la Palabra de Dios nos hable porque intuimos que pondría nuestra vida en crisis.
Paradójicamente, cuanto más conocemos al Señor es cuando más nos sentimos tentados a mantenernos a distancia, porque entendemos lo que podría causar en nuestra vida y lo que podría pedirnos.
De hecho, el encuentro verdadero con la Palabra de Dios no es indoloro, nos toca, nos hiere, nos mueve y nos lanza al éxodo.
Como escribió el Papa Francisco en Evangelii gaudium, los predicadores deben ser los primeros en dejarse herir “por la Palabra de Dios viva y eficaz, para que penetre en el corazón de sus oyentes” (EG 150).
Así también entendemos lo que quiere decir Marcos al afirmar que Jesús enseñó de manera diferente a los escribas, es decir, con autoridad: Jesús es el primero en involucrarse en la palabra que Él mismo proclama.
Una palabra para vivir
La Palabra de Dios no existe simplemente para ser observada con admiración, es una palabra para ser vivida.
Muchas veces las personas aprecian las homilías en base a un placer puramente estético. Pero el propósito de la predicación no puede ser la habilidad retórica únicamente. Debe estar al servicio de una transformación, de una conversión del corazón, que es el verdadero propósito del anuncio.
Se dice que un día un gran predicador de la catedral de Notre Dame, intrigado por la fama de san Juan María Vianney, fue al pequeño pueblo de Ars.
San Juan María, avergonzado por la visita de ese ilustre predicador, dijo tímidamente: “¡Me dijeron que cuando predicas en Notre Dame la gente sube a los confesionarios para escucharte!“.
Pero el ilustre predicador, habiendo comprendido ya ante quien se encontraba, respondió: “¡Sí, pero cuando predicas veo que la gente entra en los confesionarios!“.
De hecho, el famoso predicador de Notre Dame sabía bien que el verdadero propósito de la predicación es la conversión del corazón, no la apreciación estética del habla.
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¿Estás abierto?
Es evidente, entonces, que la Palabra de Dios nos está preguntando cuánto nos dejamos tocar por ella, cuán dispuestos estamos a cuestionarnos y cuán abiertos estamos a la conversión.
De hecho, es muy probable que también nosotros -cuando preferimos nuestro cómodo sillón para participar de la Eucaristía- estemos buscando y encontrado alguna estrategia para no ser molestados y heridos en nuestra vida cómoda y tranquila.
Déjate interpelar por estas frases de la Biblia: