Algunos estudiosos han calificado a Zambrano como una “miliciana de la cultura” que se paseaba por Madrid en el verano del 36, no con la pluma sino con la pistola al cinto. En ese sentido, es ilustrativo recordar que cuando estalló la Guerra Civil española (julio 1936) Ortega fue visitado en su domicilio por varios milicianos armados pidiéndole su firma en favor del gobierno republicano.
Ortega estaba enfermo y no los recibió. Por motivos de seguridad se trasladó a la Residencia de Estudiantes. Allí lo visitó María Zambrano llevando pluma y pistola. Ortega firmó y ese mismo mes de julio abandonó España.
Ya a salvo, en el exilio, escribirá “En cuanto al pacifismo” donde recuerda este episodio y su repercusión internacional: “Mientras en Madrid los comunistas y sus afines obligaban, bajo las más graves amenazas, a escritores y profesores a firmar manifiestos, a hablar por radio, etc., cómodamente sentados en sus despachos o en sus clubs, exentos de toda presión, algunos de los principales escritores ingleses firmaban otro manifiesto donde se garantizaba que esos comunistas y sus afines eran los defensores de la libertad”.
María se casó en septiembre de 1936. Su marido es nombrado secretario de la Embajada de España en Chile y hacia allí partieron en octubre.
Regresaría a España ocho meses después
En julio de 1937 participa en el Congreso de Intelectuales Antifacistas (Valencia) donde coincidirá con Julien Benda. Este autor abandonará más adelante la sumisión al comunismo estalinista y denunciará la traición de buena parte de los intelectuales del siglo XX a su tarea esencial.
El intelectual, sostiene Benda en La trahison des clers (1947), ha tenido siempre como vocación la búsqueda de la verdad y la denuncia de la falsedad. En vez de avisar del peligro, el intelectual de ese siglo se ha dejado llevar por las “pasiones políticas”. Esta tesis puede hallarse también en títulos como El opio de los intelectuales (1955) de Raymond Aron. A ella alude también Ortega cuando denuncia en el texto citado más arriba la “frivolidad y la irresponsabilidad frecuentes en el intelectual europeo”. En ese contexto cabe encuadrar parte de la acción y la obra de María Zambrano.
Al margen de su apoyo (con la pluma y la pistola) al totalitarismo, cabe ver en María Zambrano otro aspecto independiente de lo anterior y lleno de valor. Nos referimos a ello a continuación.
La matriz fecunda de su pensamiento
En la universidad de Madrid, donde estudió filosofía, recibe el influjo de pensadores como Ortega y Gasset, Zubiri o García Morente. En este ámbito es donde su obra encuentra una matriz fecunda.
Notablemente influido por Kierkegaard, ya Unamuno había señalado la necesidad de enfocar la especulación hacia “el hombre de carne y hueso” (Del sentimiento trágico de la vida, 1913). La orientación ilustrada, racionalista, idealista, había llevado a la construcción de sistemas pero, como señala María, ahí «la primera realidad que al hombre se le oculta es él mismo». Se conoce el mundo, el universo. Pero el mundo humano, la historia, la dimensión concreta y psicológica del ser humano, permanecen ocultas para la racionalidad científico-técnica.
Hará falta un nuevo enfoque. Un nuevo uso de la razón. Será esta la tarea emprendida por Ortega mediante la “razón vital”. Y en esa estela cabe entender a María Zambrano cuando postula la llamada “razón poética”.
María responde al anhelo radical: lo quiere todo
Quiere entender y sentir. Al mundo y al hombre. A sí misma y al otro. Quiere contemplar la realidad tal como es. Y la realidad no es concepto. Es palpitante, vital. Nos sentimos inmersos en ella. Luego vendrá el intento de comprenderla y vestirla de palabras.
La modernidad se había pensado antropocéntrica. El hombre como centro. No lo ve así Zambrano: «la realidad toda, “las circunstancias” en su totalidad, se configuran en un centro y en una periferia. El centro es el lugar de lo sagrado». El hombre puede pensarse como centro. Pero yerra. Porque se siente inmerso en la realidad junto a otras cosas que también son, junto a otros hombres que también existen. No sólo eso: sabemos que más allá de nuestros modos de pensar el mundo, late algo que nos mira y que es como «esa especie de placenta de donde cada especie de alma se alimenta y nutre, aún sin saberlo». Ese algo es lo sagrado.
Hay que subrayar rápidamente que lo sagrado no se identifica con lo divino. «Entendemos por sagrado lo oculto y misterioso; lo no revelado, ambiguo, ambivalente; de lo que no se puede dar razón». Por su parte, los dioses son los modos en que el hombre ha tratado con el fondo sagrado de la realidad: «Los dioses han sido, pueden haber sido inventados, pero no la matriz de donde han surgido un día, no ese fondo último de la realidad, que ha sido pensado después, y traducido en el mundo del pensamiento como ens realissimus. La suma realidad de la cual emana el carácter de todo lo que es real».
El hombre y lo divino
La realidad, de la que somos una parte singular, es fascinante. La inteligencia humana descubre nuevos aspectos maravillosos cuando aplica su atención al mundo; al mundo físico y al mundo histórico o moral.
Podría pensarse que, en cierto sentido, cada pensador queda entusiasmado en el disfrute de un aspecto de lo real con el que ha sintonizado particularmente. Dar con ese aspecto es señalar la perspectiva desde la que podemos entender su actividad, su sentir y pensar. Desde esta perspectiva, puede afirmarse que el núcleo esencial del pensamiento de María Zambrano consiste en indagar en torno al tránsito de lo sagrado a lo divino.
En ese sentido, El hombre y lo divino (1955) es la obra paradigmática para abordar a la pensadora malagueña quien, con motivo de la segunda edición (1973) señala: «No está en este pensamiento hacer de El hombre y lo divino el título general de los libros por mí dados a la imprenta, ni de los que están en camino de ella. Mas no creo que haya otro que mejor les conviniera».
En ese contexto, Zambrano recupera, ennoblecidos, temas como la memoria, el otro o el amor. Porque la razón poética es razón pero razón cálida, del hombre concreto que busca entenderse, que ve las cosas pero aspira a percibir el ser de las cosas porque aplica la atención de un modo nuevo, con una mirada nueva.
El Dios de los filósofos, el de Aristóteles, es Pensamiento puro y Motor Inmóvil que move il sole e l'altre stele, como afirma Dante: mueve todo pero a él nada lo mueve. El hombre concreto anhela lo imposible. Se siente mirado, pero «sin ver». Y aspira a más. Quisiera ver. Más aún. Quisiera, además, sentirse amado. Pero eso es imposible: haría falta un Dios que amase a ese hombre de carne y hueso. Y entonces se movería para abrazarlo.