Por un lado, un joven mercedario lleva adelante un hermoso trabajo pastoral en la cárcel de Chimaltenango (Guatemala). Otra religiosa mercedaria “camina intocable” por uno de los penales más temibles del continente. A continuación la labor de dos “sembradores de esperanza”.
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La cárcel de Chimaltenango funciona como un Centro Preventivo para Hombres y se conoce como una de las prisiones con mayor denuncias por extorsiones en Guatemala. Se ubica en el oriente de ese país centroamericano.
Las cárceles allí no se diferencian mucho de las del resto del continente. Hay hacinamiento, delincuencia intramuros, apariencia de legalidad cuando en realidad hay ausencia de ella, castigos en lugar de programas de rehabilitación y una situación sanitaria muy deficiente.
Los ángeles tras las rejas
Los mercedarios son frailes quienes, con un voto especial por el cual se comprometen a liberar a otros más débiles en la fe -aunque su vida peligre por ello- trabajan en las cárceles de 23 países.
Uno de esos religiosos de la plantilla actual es el joven mercedario venezolano perteneciente a esa Congregación que lleva 8 siglos acompañando a las personas privadas de libertad, entrando en contacto con ellas mediante las visitas y compartiendo las problemáticas que les afectan.
Él ha explicado: “Nuestro trabajo tiene como finalidad promover la dignidad de la persona humana, damos asistencia legal a las personas recluidas, para poder ver sus casos y constatar si necesitan algún cambio en el régimen carcelario”.
Su labor consiste en escucha, ayuda sanitaria, alimentaria, apoyo religioso, moral, familiar, jurídico y material. Verdaderos ángeles de la guarda tras las rejas.
La moderna cautividad
La aparición de la Virgen de La Merced en 1218 llevó a la fundación de la orden religiosa que comenzó una labor de redención de los cristianos cautivos en manos de musulmanes y hoy lleva esperanza y alivio, mediante el acompañamiento, a los detenidos en las cárceles del mundo.
En las Constituciones de la Orden se lee: “Las nuevas formas de cautividad constituyen el campo propio de la misión y cuarto voto mercedarios, se dan allí donde hay una situación social en la que concurran las siguientes condiciones:
- Es opresora y degradante de la persona humana;
- nace de principios y sistemas opuestos al evangelio;
- pone en peligro la fe de los cristianos; y
- ofrece la posibilidad de ayudar, visitar y redimir a las personas que se encuentran dentro de ella”.
Nuestras cárceles en América Latina reúnen esas características.
¿Qué hace un venezolano en una cárcel de Guatemala?
En Venezuela, la Orden tiene más de 80 años. Siempre recuerdan que ellos viven en fraternidad pero que esa fraternidad la realizan entre los privados de libertad. Hay frailes y también religiosas que se adentran en las más peligrosas prisiones llevando a Cristo por delante. Hacen un encomiable trabajo pastoral redimiendo y creando fraternidad en un submundo donde la violencia, la venganza y el vicio forman parte de una terrible cotidianidad.
Este joven estudiante de Teología, César Blanco Hernández, joven mercedario, viene cumpliendo en esa cárcel guatemalteca su misión pastoral. Revela que pronto será enviado a un nuevo destino pero que su compromiso es el mismo: “Nosotros intentamos acercarnos a todas las personas como cristianos, como personas, para tratar de rescatar su dignidad humana”. Y lo más hermoso y cristiano es que lo hacen sin distingos de religión, raza, nacionalidad o condición, sólo viendo al ser humano que deben rescatar de la indignidad y la desesperanza.
“En la mayoría de las cárceles de América Latina nos enfrentamos al tema de la sobrepoblación –relata Blanco-. En el caso particular de la cárcel de Chimaltenango, ésta posee un número de privados de libertad superior al que tiene capacidad, por lo tanto, hay hacinamiento”. El hacinamiento lo complica todo pero ellos desempeñan su trabajo con amor, sentido de “familia” y deseos de humanizar a los penales y a sus internos.
La gota blanca
La Penitenciaria General de Venezuela (PGV) es una de las cárceles más temibles en las que se pueda entrar. Fue construida en los años 40 para albergar a 750 reos y aunque no existen cifras oficiales, se estima que hoy hay unos 3.000 internos.
Está entre las más violentas y hacinadas del continente. Allí trabaja como voluntaria la hermana Neyda, una recia tachirense que se pasea entre los guardias, tanto como entre los presos, inspirando respeto y motivando cordialidad. La orden lleva 23 años presente allí.
Donde otros temen entrar, ella llega. Comenzó su labor tras las rejas en 1986. Se esfuerza por el bienestar de los internos, dicta talleres de valores y consuela a los deprimidos o enfermos.
Enseña a leer y escribir a los que no saben. Ha salvado a hijas de presas que nacieron en precarias condiciones de salud y ha llevado alimento y medicinas, sin olvidar la hallaca navideña –el plato típico venezolano- cada diciembre. Ella cumple a cabalidad la misión de las hermanas mercedarias, cual es ser un signo de esperanza y amor en las cárceles. “Ellos -los presos- han perdido su libertad, pero no su dignidad. Muchos están abandonados y no tienen a nadie, pero nos tienen a nosotras”, señala la religiosa.
“Ella es intocable”
Está segura de que los reclusos, por más violentos que sean, no le harán daño. “Aquí se respeta lo que dice la madre. Ella nos enseña el poder de la palabra”, dijo un recluso a Margarita Rodríguez, de BBC Mundo para un reportaje publicado hace pocos años, donde se recogen estas opiniones. Constataron que “ella es intocable”.
Los presos la respetan, la cuidan y le agradecen. Como en tantos otros penales, ellos imponen sus normas de convivencia interna y suelen estar armados, pero cuando se divisa en los pasillos acercarse el hábito blanco mercedario los presos, en señal de respeto, se ponen sus camisas, la saludan, le sonríen.
Ella reparte bendiciones: “Dios me lo bendiga, hijo”. Es un caso típico de recoger lo que se siembra. La llaman “la gota blanca” por el color de su vestidura de religiosa. Allí es vicaria y celebra la Eucaristía.
No dudamos de que, para un mercedario, no hay recompensa mejor que escuchar a un recluso decir: “Antes yo tenía el corazón chiquitico pero ahora lo tengo grande (y abre los brazos), gracias a la madre”.
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