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Es muy fácil hacer generalizaciones, sacar teorías, deducir principios con valor universal.
Intento aferrarme a universalizaciones que me den seguridad. Quiero que me digan lo que vale siempre, lo que se impone en toda circunstancia sin importar quién está detrás, sin que valga lo que estoy viviendo.
Escucho algo y aplico la norma general, lo que siempre está detrás de la palabra que escucho.
Condeno y juzgo sin importarme las circunstancias atenuantes, ni valorar lo que se esconde en cada caso particular.
Es como si me asustara lo subjetivo, lo que está sujeto a la interpretación de las personas.
Tal vez por eso me gusta más ese mandamiento absoluto, sin excepciones, en el que me siento protegido.
Detrás de la regla universal se me escapan los detalles, pero no importa.
Ante la incertidumbre que rodea esta vida mortal lo universal es un paraguas que me protege en la tormenta.
Pero luego me detengo ante Jesús. Y veo que Él actúa a través de las circunstancias, trata a las personas de forma diferente dependiendo de su historia y procedencia.
Jesús se detiene al lado de cada uno tratando de responder a lo que sufre, calmar su sed concreta y original, secar su llanto único y lleno de dolor.
Jesús no pasa por alto las circunstancias, por muy diversas que estas sean. No generaliza, no juzga a todos por igual.
Jesús condena al pecado y salva al pecador. Y en la precariedad del hombre herido tiene una respuesta para cada uno.
Veo entonces que Jesús viene a mi vida en todas mis circunstancias. Salvando todas las barreras y sin sacarme normas generales a ver si yo las cumplo.
Él no aplica conmigo normas universales. No se queda en lo que debería ser, así, llanamente.
Mira mi corazón como es en toda su hondura y no lo condena. Sabe de dónde proceden mis lágrimas y no me rechaza cuando he caído porque Él es capaz de sacar vida incluso de mi pecado.
Dios me está llamando a través de los signos concretos de mi vida. A través de mi historia de salvación.
A través de mi debilidad que se impone y no me deja alcanzar la norma objetiva y absoluta que pretende regir mi vida.
Me mira conmovido y ante mi miseria reconocida y asumida sólo me puede mirar con infinita misericordia.
De la misma forma Jesús me permite ver en la pandemia que ahora sufro una oportunidad, no sólo una desgracia y un mal para los hombres.
Este tiempo convulso me revela la fragilidad que vivo. Descubro cosas que estaban ahí y no veía. Esta pandemia ha puesto una lente de aumento sobre mi propia vida.
Ahora veo esas fragilidades mías que antes podían pasar desapercibidas pero que ahora duelen con fuerza.
Me confronto con el mandamiento universal al que me aferro y me veo indigno. No logro estar a la altura de lo que espero de mí, o los demás esperan.
Y compruebo que mi carne herida puede llegar a dañar a otros, a los próximos, a los que amo.
Mi pequeño defecto se ha convertido en pecado grave, en falta de caridad.
Ya no generalizo conmigo, ni con mi prójimo. No me fío tanto de lo que escucho, de las palabras con las que condenan a otros. Guardo mi condena, no la expreso.
Antes que condenar, perdono. Antes que juzgar, paso por alto. Antes que interpretar, miro la realidad buscando la verdad, sin fiarme de lo que parece.
En medio de esta tormenta no me voy a los extremos. No pretendo tener seguridades en tiempos tan movidos.
Cuando todo se tambalea no pretendo asirme a normas generales que me den seguridad.
La Iglesia en la que creo no busca juzgar y condenar continuamente lo que hace el hombre. Decía el padre José Kentenich:
Es una realidad viva que se convierte en lugar de descanso para el hombre, en hogar, en tierra fértil en la que echar raíces.
Creo en esa Iglesia que mira al hombre como Jesús, con misericordia. No lo condena con juicio rápido. No pone por delante la norma que tiene que cumplir.
Creo en una Iglesia que es fuente de vida, donde todos encuentran su lugar y saben que allí pueden calmar la sed y beber hasta apaciguar todos los miedos.
Me gusta esta Iglesia donde no están los puros e intachables, sino los que han sufrido en el camino de la vida y están heridos.
Han visto la hondura de su pecado y han acariciado la mano misericordiosa de Jesús en su alma. Creo en ese camino de vida que me muestra Dios para salvarme.