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¿Por qué no nos entendemos? Ya no vivimos en el mismo lugar

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Luisa Restrepo - publicado el 24/04/21
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Es una de las paradojas de nuestro tiempo: tantas herramientas de comunicación, pero nos resulta cada vez más difícil distinguir lo verdadero de lo falso

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Vemos cada vez más la dificultad de entendernos.

Es una de las paradojas de nuestro tiempo: a pesar de la multiplicación de herramientas de comunicación, nos resulta cada vez más difícil distinguir lo verdadero de lo falso.

La información se ha aliado con el poder. La comunicación se ha vuelto violenta y al mismo tiempo sin argumentos.

Las consignas se oponen, pero no se discuten. Cada vez tenemos más la impresión de un mundo dividido y fragmentado, incluso dentro de la comunidad cristiana.

Parece que estamos construyendo una nueva Babel, cada uno es rígido en su posición y está convencido de que su torre seguramente lo conducirá al cielo.

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Aunque habitemos el mismo mundo, ya no se siente como nuestro.

Cuando luchamos por los intereses de un pequeño grupo y no por un bien común, ya esta no es nuestra casa común, y los demás no son nuestros hermanos sino desconocidos e incluso enemigos.

El equilibrio entre la libertad personal y la salvaguardia del bien común es algo bastante complejo.

Todos los hombres aspiramos a la libertad, pero, al mismo tiempo, reclamamos protección frente al empleo que los otros hacen de la suya.

Es necesario que existan unos límites, porque las libertades interactúan entre sí. Mi libertad termina donde empieza la del otro y para ello es necesario vivir la auténtica tolerancia.

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Esa acción que une y no dispersa es la actitud de Dios que es amor.

Por tanto, parece que la razón de nuestra fragmentación, que se convierte en conflicto, radica precisamente en el hecho de que ya no vivimos en el mismo lugar.

Para los judíos, Jerusalén era el lugar donde podían estar ante Dios, era el lugar de su presencia. Quizás esto sea lo que nos falta hoy: ya no estamos ante Dios.

Él es el lugar donde todos podemos encontrarnos juntos. Es el lugar al que todos pertenecemos.

En el momento en que desaparece nuestra presencia frente a Él, ya no somos capaces de entendernos y menos de vivir la tolerancia desde el amor y no desde la oposición.

Nuestra comunicación se ha vuelto fría, porque ya no nos acercamos al fuego.

Es por eso que debemos regresar con fuerza para pedirle al Espíritu que doble nuestros pensamientos rígidos, que caliente nuestros corazones en hibernación, que enderece nuestros juicios equivocados.

El amor de Dios quiere residir en nosotros. ¿Pero encontrará espacio? Si nuestro hogar está completamente lleno de nosotros mismos, nuestras necesidades, nuestras razones, nuestras ideas, no hay lugar para este dulce huésped del alma.

No es el Señor quien no quiere entrar en nuestro corazón, somos nosotros los que no le dejamos entrar.

Si pensamos que ya lo sabemos todo y que nuestra forma de pensar es la correcta, no necesitaremos pedirle al Espíritu que nos recuerde lo que Jesús nos enseñó.

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