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La adoración al Santísimo Sacramento es uno de los momentos más intensos e importantes para todos los católicas y católicas. En iglesias de todo el mundo, la exposición en ciertos momentos del año supone un acto solemne celebrado en comunidad pero de íntima relación con Dios.
Existen conventos en los que la exposición del Santísimo es permanente. La gran mayoría de estos conventos pertenecen a la Orden femenina de las Adoratrices Perpetuas del Santísimo Sacramento. Extendidas por todo el mundo, sus miembros, conocidas popularmente como sacramentinas, dedican su vida de estricta clausura a la adoración del Santísimo.
Esta orden nació a principios del siglo XIX gracias a la profunda devoción y espíritu emprendedor de una muchacha que supo desde bien pequeña cuál iba a ser su camino. Su nombre secular era Caterina Sordini pero el mundo la conocería como María Magdalena de la Encarnación. Había nacido el 16 de abril de 1770 en un pequeño pueblecito junto al mar llamado Porto Santo Stefano, en la provincia italiana de la Toscana.
La cuarta de los nueve hijos de la familia Sordini, profundamente católicos, Caterina creció rodeada de fervor religioso. Su padre, Lorenzo Sordini, fue quien le enseñó la importancia de la exposición pública del santísimo. De hecho, Lorenzo había hecho que en su parroquia fuera venerado públicamente en fechas señaladas.
A los diecisiete años, Caterina era una joven bonita que no tardó en recibir una propuesta de matrimonio. El pretendiente era un muchacho de buena familia que, para agasajarla, le hizo entrega de unas espléndidas joyas. Cuenta la tradición que cuando Caterina se miró al espejo adornada con ellas tuvo una visión de Jesús que le preguntaba “¿me abandonas por un amor humano?” Caterina no tardó en rechazar al joven y decidir ingresar en el monasterio de Terciarias Franciscanas de Ischia di Castro, en Viterbo.
A principios de 1789, con diecinueve años, Caterina profesaba sus votos y adoptaba el nombre de María Magdalena de la Encarnación. Años después, en 1802, fue elegida abadesa del convento. Además de realizar reformas en el modo de vida de las tercianas, dando más importancia a la pobreza, la penitencia y, sobre todo, la adoración al Santísimo Sacramento, la madre María Magdalena de la Encarnación empezó a trabajar en la redacción de una nueva orden que pronto vería la luz.
El Papa Pío VII aprobó la fundación de la nueva orden. Las hermanas de la Orden de las Adoratrices Perpetuas del Santísimo Sacramento dedicarían su vida principalmente a la adoración del Santísimo Sacramento. Aquella decisión estaba basada en una visión que había tenido cuando, en estado de éxtasis, oyó que Jesús le decía: “Te he elegido para establecer el trabajo de adoradores perpetuos que, de día y noche me ofrecen su humilde oración”.
Instaladas en Roma las primeras hermanas de la orden en 1807, en el monasterio de San Joaquín y Santa Ana alle Quattro Fontane, con las invasiones napoleónicas fueron expulsadas de Roma y tuvieron que exiliarse un tiempo al norte, en la Toscana.
En 1814, con la caída de Napoleón, las hermanas sacramentinas regresaron a Roma. Pío VII aprobó definitivamente la orden en 1818. Desde entonces, y hasta su muerte, el 29 de noviembre de 1829, María Magdalena de la Encarnación dedicó su vida a lo adoración perpetua del Santísimo Sacramento. Su orden se extendió por todo el mundo en monasterios independientes en lugares como Chile, Kenia, México, Australia o España. Sus religiosas, ataviadas con una túnica blanca, escapulario rojo y velo negro, dedican su vida a la oración, siguiendo los dictámenes de su madre fundadora.
En abril de 2001, el Papa Juan Pablo II la declaró venerable y siete años después fue beatificada por Benedicto XVI. Durante la misa de beatificación, el Cardenal José Saraiva Martins, destacó la determinación de la madre María Magdalena de la Encarnación al creer “firmemente en las palabras de Jesús”. Destacó que era un “testimonio de fe en la presencia del Hijo de Dios en la vida de la Iglesia, centrada en la Eucaristía. Fascinada por el misterio eucarístico, la madre María Magdalena le consagró toda su vida transfigurándola en un acto de adoración”.
“La historia fascinante de la madre María Magdalena de la Encarnación – concluyó el cardenal Saraiva – nos ayudará a evitar el lado débil del apostolado, especialmente en este momento histórico particular, para no perder nunca la convicción de la importancia fundamenta e insustituible de la oración”.