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¿Por qué tendemos a entender mal la modestia?

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Calah Alexander - publicado el 01/05/21
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Restarle importancia a los logros podría parecer una costumbre virtuosa, pero lo cierto es que es lo contrario

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El fin de semana pasado fui a Austin (EE.UU.) para ser jueza de una competición deportiva para todas las edades. Como entrenadora, mi trabajo era tanto juzgar como animar a los atletas del ejercicio que me habían asignado: escalada de red.

Los atletas tenían que subir por una red de carga, cruzarla y luego bajar por el otro lado. Si nunca has escalado por una red de carga, quizás pienses que no parece tan difícil, pero, créeme, lo es.

La red no es firme y los espacios de los cuadros de cuerdas son enormes, lo bastante grandes como para que se quede encajado un brazo o una pierna.

Aunque la parte superior no llega a los 3 metros de altura, parece mucho más alto cuando estás arriba intentando maniobrar apoyándote en cuerdas inestables junto con otros competidores.

Incluso los atletas varones de 20 años miraban la red con ojos inquietos antes de lanzarse al ataque. En cualquier caso, independientemente de la rapidez o gracilidad que demostraran al sortear el obstáculo, la red era claramente una de las partes más reseñables de la competición. 

Muchas de las mujeres tuvieron problemas con la red, impedidas más por su miedo que por su capacidad, pero las atletas mujeres más mayores fueron las que lo pasaron peor. Entre la inestabilidad y el peso, afrontaban un desafío físico mucho mayor de lo que suponía para las atletas más jóvenes.

De hecho, muchas de ellas admitieron tener miedo a las alturas a medida que se acercaban a la red. Estas mujeres de entre 60, 65 y 68 años escalaron la red, la atravesaron y bajaron por el lado contrario con las manos temblando y los ojos como platos por el miedo, pero también ardiendo con determinación.

Para cuando tocaban el suelo, yo ya estaba dando saltos de alegría, literalmente, imbuida de emoción e inspiración por su logro. “¡Lo habéis conseguido! ¡Lo habéis conseguido!”, les gritaba exultante.

Y cada una de las mujeres me respondía de la misma manera. Encogiéndose de hombros, poniendo los ojos en blanco y diciendo: “Bueno, lo he intentado”.

Vi a cientos de atletas encarando la red. Vi a hombres y mujeres lanzarse a escalarla con ningún miedo por su integridad física y vi a hombres y mujeres moverse con cautela, recelosos de los huecos, la altura y las intimidantes cuerdas. Vi incluso a un hombre de 30 años dislocarse el hombro cuando cruzaba a la otra parte de la cuerda.

Sin embargo, las únicas que quitaban importancia al logro eran las mujeres. Peor aún, eran las mujeres las que luchaban con más fiereza, las que demostraban mayor coraje y determinación en su logro y, también, las más críticas consigo mismas.

Tengo esta misma batalla con mis hijas de 13 y 10 años en casa. Un ejemplo es cuando vienen a casa con las notas de un examen superando con creces las del anterior, como claro resultado de su trabajo duro, y, cuando intento felicitarlas, ambas me responden: “Sí, pero…”.

“Sí, pero me equivoqué en cuatro preguntas”. “Sí, pero cateé el otro examen”. “Sí, pero no llego al sobresaliente”. Tienen infinitas maneras de minusvalorar y mermar la importancia de sus logros reales y, cada vez, envían el mismo mensaje: “Sí, pero todavía no soy perfecta”.

Tengo que admitir que yo hago lo mismo. Cuando alguien me halaga por mi capacidad atlética o mi rendimiento laboral, me apresuro a señalar la situación desastrosa de la colada en casa.

Escucho constantemente el mismo tipo de conversaciones entre las madres en los eventos escolares: “Vaya, ¡qué buena mano tienes para decorar magdalenas!”, dice una, a lo cual responde la otra: “Sí, pero hace dos semanas que no friego el suelo de la cocina”.

¿Por qué hacemos esto? Cuando hemos logrado algo, desde conquistar un miedo a mejorar unas calificaciones, pasando por ordenar por fin los armarios, ¿por qué despreciamos de inmediato ese éxito centrándonos (interna o externamente) en todo lo demás que no hemos logrado?

Solía pensar que era una cuestión de virtud quitarle importancia a mis logros. Después de todo, la modestia es una virtud, ¿no? Es una virtud que se enseña pronto en la vida y que centramos especialmente en las chicas. Pero muchas de nosotras (yo incluida) hemos heredado un entendimiento erróneo de la modestia.

La palabra modestia viene de una palabra francesa medieval que significa “carencia de exageración, autocontrol” y una palabra latina que significa “moderación, sentido de honor, corrección de conducta”. Ambas palabras se asociaban con la conducta pública, con actuar de forma apropiada al momento y al lugar.

La modestia se relaciona estrechamente con la cortesía y la amabilidad, dos virtudes que tienen poco que ver con la opinión que tengamos sobre nosotros mismos y mucho que ver con el respeto y la consideración hacia los demás.

Cuando alguien señala un éxito tuyo y te hace un cumplido por ello, ese halago es un regalo. Es un regalo ofrecido libremente y negarnos a aceptarlo —o peor, quitarle valor— es lo contrario de la amabilidad.

Es también lo contrario de la modestia, sobre todo si añades el objetor del “sí, pero…”. Rechazar un cumplido y luego poner la atención en una debilidad es, en realidad, un comportamiento que busca atraer más la atención.

Es como si se buscara un halago en otro aspecto o, al menos, como si se buscara consuelo. No hay nada modesto en esto.

Quizás tengamos la sensación de que es lo que “deberíamos” hacer, pero restarle valor a nuestros logros es, en realidad, una ofensa doble contra la virtud. No solo es falsa modestia, sino también una traición a nuestro honor e integridad propios.

Cuando nos hemos esforzado para lograr algo, ya sea escalar una red o aprender a coser en línea recta, es un éxito nuestro. Deberíamos reconocer el trabajo propio y los logros derivados de él y sentirnos orgullosos cuando alguien nos lo señala, en vez de menospreciarlo o pensar con culpa en todas las otras cosas que aún no hemos dominado.

La verdad es esta, queridas: nunca vamos a ser perfectas. Nunca vamos a tener todas las cosas bajo control, toda la lista tachada, todas las habitaciones limpias al mismo tiempo o toda la colada limpia y guardada.

Y ¿sabéis qué? Que no pasa nada. De hecho, así es la vida, la misma vida que viven todas las mujeres. Es diferente para cada una de nosotras, pero todas tenemos nuestras propias redes que escalar, esas cosas que hemos encarado con miedo e inquietud, aterradas ante la idea de fracasar pero decididas a salir victoriosas.

Y esas cosas son unos logros enormes, reales e increíbles de los que deberíamos enorgullecernos.

Cuando no lo hacemos, transmitimos a los demás que todo ese esfuerzo no ha tenido importancia. Y lo que es peor, nos estamos enseñando a nosotras mismas, y quizás también a nuestros hijos, a no apreciar nuestra valía.

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