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Con demasiada frecuencia pensamos que la única respuesta frente a las dificultades maritales es que nuestro cónyuge cambie su comportamiento.
Por ejemplo, quizás vivamos con un cónyuge que es un fumador empedernido o que pone en peligro su salud con atracones de comida o que conduce tan mal que los pasajeros del vehículo sienten encogerse su estómago de miedo desde que se abrochan el cinturón hasta que llegan a su destino.
Quizás hayamos intentado todo para cambiar a nuestro esposo o esposa, únicamente para encontrarnos frente a una montaña que se niega a moverse. Tal vez la situación haya llegado a un punto en el que nos afecta realmente, en especial si viene de largo.
¿Podemos —y debemos— intentar cambiar a una persona, en especial si se pone a sí misma, a nosotros y/o a nuestro matrimonio en peligro?
¿Cambiar el comportamiento de un cónyuge está a nuestro alcance? ¿Pueden desaparecer las diferencias que nos molestan? ¿Deberíamos realmente intentar cambiar a la otra persona? ¿Con qué justificación?
Es natural, a veces incluso necesario, querer poner fin a una situación intolerable o simplemente desagradable, sobre todo si es una cuestión de desear el bien para la otra persona, lo cual, según Aristóteles, es el propósito del amor. Y como el amor, por definición, busca el bien del otro, deberíamos abandonar la idea de que el otro deba cambiar para complacernos. ¿Puede el matrimonio dar a los esposos unos derechos sobre el otro sin que caigan en la manipulación?
A menudo, descubrimos que lo hemos intentado todo y deseado todo; que, de hecho, queremos cambiar a la otra persona, pero no podemos. La otra persona no nos pertenece.
¿Hemos considerado que quizás podríamos cambiar también nosotros y convertir quizás eso en la prioridad?
Dicho esto, ¿deberíamos aceptar conductas que no son buenas para nadie? Podemos animar a alguien a hacer un esfuerzo por crecer en generosidad en sus actos, de modo que, con el tiempo, su personalidad se vuelva cada vez más generosa, como hacemos al criar a los niños. ¿Cómo se hace esto?
Primero, no deberíamos querer cambiar a la otra persona, sino su comportamiento. Debemos respetar a la persona y centrarnos en sus acciones. La idea de cambiar a la otra persona debería reducirse a querer cambiar su conducta y no su personalidad profunda, ya que caeríamos en el riesgo de intentar anular al otro.
Segundo, debemos respetar su libertad, porque el matrimonio no garantiza que alguien vaya a cambiar. ¿Qué medios lícitos pueden ayudar a guiar un cambio?
Tercero, debemos confiar en el poder del tiempo, porque cualquier persona es capaz de evolucionar. Lejos de ser un contrato que lo fija todo en un monótono ciclo diario, el matrimonio implica un crecimiento dinámico, una evolución ligada al crecimiento del ser humano, a las vicisitudes de la vida y las experiencias que acumulamos.
1. Es un principio bien conocido que deberíamos discernir lo primario de lo secundario, lo esencial de lo superficial. ¿No deberíamos también priorizar nuestras esperanzas? ¿Distinguir entre cosas menores y comportamientos que hacen un daño real? El perfeccionismo que espera que cambie todo lo que consideramos erróneo en el comportamiento de alguien puede parecerse a un totalitarismo sofocante.
2. Podemos intentar adaptarnos a nuestro cónyuge en vez de centrarnos solamente en que él o ella se adapte a nosotros. Parece que las parejas felices son las que se adaptan mutuamente en vez de esperar la "conversión" del otro. ¡Es más eficiente y más rápido!
3. Tenemos que evolucionar. La puerta hacia el cambio o la conversión solamente puede abrirse desde dentro, ¡desde el lado de la persona que necesita un cambio! La inacción es fatal. Debemos continuar cambiándonos a nosotros mismos, seguir avanzando. Cuando cambiamos nosotros mismos, la relación empieza a evolucionar y, por tanto, nuestro matrimonio tiene el potencial de transformarse. Si yo cambio, mi cónyuge se ve forzado a lidiar con ese cambio y el matrimonio tiene una oportunidad para evolucionar.
4. Creer en el testimonio y el poder del ejemplo. La influencia diaria es mucho más poderosa que la orden, la amenaza, la manipulación o la culpa. Nuestras acciones pueden inducir nuevas conductas en los demás e influir a quienes nos rodean. Si actuamos con virtud, es más probable producir un cambio positivo.
5. Tenemos que nutrir pacientemente nuestro matrimonio con un diálogo regular y profundo para poder conocernos mejor y entender las intenciones del otro. Esto nos ayudará a despejar el camino de conjeturas y prejuicios. Esto debería acompañarse de las virtudes de la perseverancia, la resiliencia y la esperanza, que pueden mantener a raya el pesimismo. ¿Acaso no es la paciencia la primera virtud del amor conyugal, según san Pablo? La sitúa el principio en su famoso himno al amor (1 Cor 13). La misericordia, la sabiduría y la benevolencia apoyan la paciencia, la primera cualidad del amor.
Santa Mónica trabajó con un excepcional fervor por la conversión de su hijo pródigo, Agustín. Sin embargo, es un hecho menos conocido que también deseó y consiguió la conversión de su propio marido, algo veleidoso, Patricio.
Santa Clotilde trabajó por la profunda transformación de su marido bárbaro, Clodoveo. ¡Y él se convirtió en el promotor del cristianismo en Francia!
Elisabeth Leseur trabajó por la transformación de Félix, su marido anticlerical, con una receta: "Caridad en el exterior, serenidad en el interior". Él se hizo sacerdote dominico tras la muerte de Elisabeth.
El papa Francisco resume la actitud fundamental que deberíamos tener frente a las limitaciones de un cónyuge: