Para ayudar a Aleteia a continuar su misión, haga una donación. De este modo, el futuro de Aleteia será también el suyo.
Hay una serie que me está tocando el corazón. Cada capítulo que veo me abre el alma y me rompe un poco por dentro.
Conozco la historia porque la he leído muchas veces. En la serie Chosen se recrea la vida de Jesús.
Una historia que no trae la novedad de un guión novedoso. Pero en ella me cuenta lo que ya conozco de una forma diferente. Poniendo color y vida a lo que yo sueño en mi corazón.
El otro día presencié la vocación de Mateo:
Muchas veces me la he imaginado en mi alma. Me gusta este apóstol que deja todas sus seguridades por seguir a Jesús. Y nunca olvida de dónde viene, su pasado.
En su Evangelio, al hablar de sí mismo, no se olvida de su historia, de su pecado público:
Era publicano, recaudador de impuestos y siempre lo seguiría siendo. Porque uno no renuncia nunca a su pasado.
Era uno de los doce y se menciona de esta forma para no caer en el orgullo de creerse especial.
Como publicano había sido odiado por los suyos, por los judíos y se había arrastrado con actitud servil ante los romanos.
Había sacado provecho de su inteligencia, haciendo de su trabajo una fuente de dinero.
Este hombre tenía un alma pura y empezó a observar de lejos a Jesús. No se atrevía a acercarse, porque no era digno. En realidad nadie es digno.
En la ordenación sacerdotal el obispo pregunta:
Siempre me ha resultado difícil esa pregunta. Creo que nadie es digno de nada.
Y sé muy bien que en el momento en el que me sienta digno me alejaré de Dios, porque no me hará falta ya su misericordia.
Veré todo como un derecho, como un pago por mis servicios, como si lo mereciera todo y no me hiciera falta tocar la misericordia.
En esa escena Jesús pasa un día delante de su puesto donde él cobraba impuestos y lo llama por su nombre: "Mateo".
Lo llama y lo mira. Y le pide que lo siga. Pero él, que no se siente digno, no entiende nada. ¿Él? Si no es digno.
Así lo piensan también Pedro y los otros discípulos que miran la escena sorprendidos.
Es diferente a ellos, es un enemigo del pueblo. Alguien que se aprovecha de las circunstancias adversas para sacar un provecho personal. ¿Por qué convivir con aquel al que todos odian?
Y entonces Jesús le pide a Pedro que se acostumbre a lo diferente. Él no lo entiende. Y Mateo ese día se va con Jesús a una cena que dará en su propia casa.
Lo deja todo por culpa de esa llamada tan clara. No sabe lo que va a hacer ahora. Sólo es consciente de lo que tiene que dejar detrás para poder seguir al Maestro.
Y lo deja todo. Deja su dinero, su posición, su seguridad. Sigue a Jesús a cambio de nada.
Parece todo tan absurdo en ese seguimiento sin rumbo. Ese seguimiento sin beneficio, ni ventajas.
Lo deja todo por culpa de esa mirada, por esa voz que pronuncia con claridad su nombre en medio de tantos ruidos.
¿Es eso posible? ¿Merece la pena?
Yo digo que sigo a Jesús. Que lo he dejado todo por Él más de una vez. Pero luego veo cómo me aferro a mi puesto, a mi lugar, a mis bienes, a mi prestigio, a mi gente, a mi posición.
Estoy dispuesto a acallar todas esas voces que pretendan sacarme de mi seguridad para seguir a Jesús por caminos extraños.
Mateo ese día estaba apegado a muchas seguridades. Era un privilegiado de su pueblo. Era un protegido. Tenía dinero y posición.
El odio de sus hermanos no le importaba. En su soledad estaba seguro. ¿Por qué tiene que dejarlo todo? Por una mirada que lo hace sentirse valioso y amado.
Jesús lo elige a Él. Él, en realidad, no elige ser su discípulo. Ni se imagina esa opción. Jesús se salta toda la lógica y llama a un enemigo del pueblo.
Comer con publicanos y pecadores es lo peor que Él puede hacer. Y lo hace. Come con los miserables, con los indignos.
A veces me preocupa sentir que tengo derecho a la vida, a la alegría, al amor, a que las cosas salgan según mis planes.
Es como si creyera que tengo derecho a todo lo bueno que me pasa en esta vida. Me asusta dejar de pensar que necesito la misericordia para caminar cada mañana.
Sin esa misericordia de Jesús con Mateo mi vida no tiene sentido.
Necesito que Jesús me mire, me llame por mi nombre y me pida que lo siga. Necesito que se detenga ante mi puesto donde vivo seguro en mis posesiones y bienes.
Y me diga que me llama, que quiere estar conmigo. Que me lo diga cada día. Para que no me crea digno. Para que saboree de nuevo mi pobreza, mi pecado, mi mediocridad.
Y escuche de nuevo con fuerza esa voz que me levanta, me sana y me hace sentirme querido.