El miércoles 31 de julio de 2002, en su última visita a México, el Papa Juan Pablo II canonizó a Juan Diego Cuauhtlatoatzin, el mensajero de la Virgen de Guadalupe. En ese momento, muchos pensaron que, por fin, la Iglesia católica se hacía cargo de los indígenas y los naturales de los que es ahora la América Latina.
Ciertamente, la canonización de Juan Diego fue un gran mensaje de parte del pontífice polaco. En aquella ocasión pronunció la frase que ha sido punta de lanza para el reconocimiento de los pueblos originarios de México y, por extensión, de América: “¡México necesita a sus indígenas y los indígenas necesitan a México!".
Ciertamente, desde el descubrimiento del nuevo continente ("la invención de América", como lo diría el historiador mexicano Edmundo O ‘Gorman) hasta el primer tercio del siglo XVI, hubo muchos abusos en contra de los naturales por parte de los conquistadores españoles.
Pero poco a poco, la Iglesia católica los fue defendiendo de la idea de que los naturales de estas tierras eran poco más que bestias y que carecían de racionalidad; y que por ello podían ser utilizados en condición de servidumbre y hacer inútil todo intento de educación o de evangelización.
En España dos grandes corrientes se enfrentaron para definir la presencia o la ausencia de alma en los indígenas de América. Por un lado, la de Ginés de Sepúlveda, que se afianzaba en la idea de la esclavitud "natural". Por otro, la de Francisco de Vitoria, que abogaba por los mismos derechos y la dignidad de los aborígenes que la de los europeos.
El cuarto domingo de Adviento de 1511, en La Española, fray Antonio de Montesinos pronunció una homilía en contra de los abusos a los indígenas. Esta homilía influyó en un encomendero que después se haría su defensor a ultranza (fray Bartolomé de las Casas); y en De Vitoria, quien iniciaría el derecho internacional en Salamanca.
Sin embargo, la polémica seguía a la par de los esfuerzos de los primeros misioneros franciscanos y del primer obispo de la Ciudad de México (fray Juan de Zumárraga) así como del obispo de Tlaxcala, Julián Garcés (primer obispo de Nueva España) para enfrentar a depredadores y encomenderos, y advertir a la Corona de lo que estaba pasando en México.
Era necesaria la intervención de la Iglesia católica para dirimir la situación y encauzar los caminos de la conquista española hacia el Evangelio. Para liberar el alma del indígena reconociéndola como obra de Dios; y para defender a los naturales de la voracidad de muchos que los querían como bestias de carga para explotar sus encomiendas.
Según el abogado, historiador y periodista mexicano Nemesio Rodríguez Lois, el documento capital a favor de las razas indígenas será una carta "admirable" que fray Julián Garcés escribió al Papa Paulo III.
En ella acusaba a seglares por sus abusos y a algunos clérigos, por su permisividad. Y pedía respuesta sobre los derechos de los indígenas.
El 2 de Junio de 1537 el Papa responde con la Bula Sublimis Deus. Se trata de un documento que es, según Rodríguez Lois, "ni más ni menos que la Carta de Liberación de las razas indígenas". Los puntos que tocaba la Bula papal de hace 484 años tienen una enorme vigencia al día de hoy.
En pocas palabras, la Bula subrayó que el hombre fue creado por Dios para alcanzar la dicha eterna; que la dicha no se puede alcanzar sino mediante la fe en Cristo. Y, por lo tanto, cualquiera que tenga naturaleza humana es hábil para recibir la fe, porque el fin presupone los medios.
Todos los seres humanos, sin excepción, son capaces de experimentar la fe. Ha sido el diablo el que inventó
Así el Papa Paulo III señaló que los indígenas no están privados ni deben serlo de su libertad, ni de sus bienes, ni ser reducidos a servidumbre.
Para atraerlos a la fe en Cristo propuso dos medios: la predicación de la Palabra de Dios y el testimonio de una vida honesta. Testimonio que, a partir de entonces (incluso antes, desde 1524, con la llegada a México de los primeros doce franciscanos) los misioneros se encargaron de poner en práctica, logrando asombrosas obras como las de Motolinia, fray Andrés de Olmos o fray Bernardino de Sahagún.
Según el historiador Lewis Hanke, "Paulo III siguió la tradición de la Iglesia de Cristo al promulgar esta Bula, Desde sus comienzos la cristiandad había proclamado en los más solemnes y exaltados términos, la absoluta igualdad de todos los hombres". El Nuevo Mundo no podía ser la excepción.
Rodriguez Lois señala que al momento de redactar la Bula "Sublimis Deus", Paulo III entendía que lo alegado por el obispo de Tlaxcala, fray Julián Garcés, era valedero no sólo para los indios de América o en concreto para alguna nación determinada.
"Por tratarse de una cuestión tanto teológica como de Derecho Natural, el documento estaba dirigido a todos los cristianos. ¿Comprendemos la trascendencia del hecho histórico?".
Hay que subrayar que la Sublimis Deus de Paulo III no sería una excepción, pues la misma enseñanza fue repetida en la Cum Sicuti de Gregorio XIV (1591), en la Comissum Nobis de Urbano VIII (1639) en la Immensa Pastorum de Benedicto XIV (1741) y en la In Supremo de Gregorio XVI (1839).