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Me gusta pensar que Jesús se ríe conmigo o incluso de mí, no me importa. Mira mi fragilidad y sonríe con mis torpezas. Es una risa ingenua y bonita. Me gusta su sentido del humor.
Creo en un Jesús que se ríe a carcajadas con mis errores, con mis obsesiones y mis miedos.
Para darme ánimo, para que no me paralice, para que le dé importancia sólo a lo importante y se lo quite a lo que no es fundamental.
Me gusta ese Jesús alegre que no está esperando con gesto serio a que falle para recriminarme y castigarme por todas mis caídas, como si le hubiera ofendido.
Ese Jesús al que sigo se ríe de mí, sonríe con los ojos y con la boca, con todos sus gestos. Y se alegra al mirarme en medio de mis batallas.
Es como si le pareciera bien mi vida y le gustara mi fragilidad. Como si no quisiera cambiarme y hacerme como Él, perfecto.
No lo entiendo y casi no me lo acabo de creer. Y es que en ocasiones imagino a un Dios perfecto que todo lo hace bien y espera lo mismo de mí.
Creo que esta forma de mirar a Dios puede ser una proyección de mis deseos. ¿Acaso no deseo hacer todo lo que emprendo con el mejor resultado?
¿No me han enseñado desde pequeño que tengo que ganar en los deportes, en los estudios, en los trabajos, en la vida?
Y lo aprendí, por eso quiero ganar siempre. Deseo triunfar en todo lo que me propongo. Ser el mejor deportista, el más inteligente, el más sociable, el más generoso, el más alegre, el más sano, el más guapo y joven.
Quiero ser perfecto en todo lo que hago y por eso no tolero los errores ni las caídas sobre todo cuando estaba en mi mano hacer las cosas de forma diferente.
Y entonces, al pensar así, me asomo al cielo e imagino un rostro de Dios circunspecto, contrariado, tenso al mirarme desde lo alto en mi fragilidad.
Siento que ya está cansado de mis defectos, hastiado de mis debilidades, molesto con mis reincidencias en el pecado.
Cierro la ventana abierta al cielo y me alejo lleno de miedo para no recibir el castigo del rechazo y el desprecio.
Como si fuera a recibir una furia divina sobre mí por haber fallado. No soy digno de nada bueno, pienso en mi interior.
Como tanta gente hoy que no se siente digna de Dios, de la Iglesia, de los que no pecan en apariencia, de los puros, de los justos.
Porque hay pecados públicos y otros privados. Hay derrotas conocidas y otras ocultas bajo el olvido.
Hay limitaciones que todos ven y otras que se esconden bajo una aparente perfección.
Entonces se me desdibuja la sonrisa de mi rostro y no veo la sonrisa de Dios. Acabo pensando que Dios no se ríe, no se alegra al verme.
¿Cómo se va a alegrar si Él es perfecto y yo estoy tan lejos?, pienso dentro de mí algo confuso.
¿Cómo va a sonreír cuando la vida es muy seria y yo me la tomo como si fuera un juego? No es para reírse.
No está Dios para bromas. Está luchando con el demonio en una batalla diaria que me parece eterna. Y yo sigo tomándome las cosas a risa. No asumo la seriedad de mi vida.
Por eso, en medio de mis pensamientos, me gusta asomarme a la ventana del cielo y ver a Jesús sonriéndome. Me mira y se ríe y tengo paz.
Desde lo alto me sonríe. Le hacen gracia mis pelos, mis ojos, mis pesares, mis remordimientos, mi culpa y mis alegrías.
A Dios le importa todo lo que a mí me importa. Mis amores y desamores. Mis fracasos y mis éxitos. Lo más humano de mi camino.
El deporte, la diversión, los afectos, la vida misma. Todo lo que hago, pienso o siento. Todo le importa.
En Él todo lo mío está integrado. En mi propia alma yo divido las cosas. Hay lugares donde Dios habita. Y otros donde no está presente. Me equivoco.
Dios me quiere con todo lo que soy. Le importa que mi equipo gane o pierda, y interesan los programas que sigo, las pelis que veo.
Le apasionan mis sueños de grandeza, cuando me creo algo. Y le preocupan mis preocupaciones.
Y sólo no se ríe cuando se me olvida ser niño y me ofusco por tonterías. Me grita para que recapacite, y dé valor a las cosas que merecen la pena y aprenda de lo que me pasa en esta vida, lo bueno y lo malo.
Me gusta su sonrisa, oír su carcajada y ver que la victoria final es siempre suya. Y que mi aporte es tan pequeño, ínfimo.
Pero no importa. Sé que estoy cambiando el mundo de su mano. No lo olvido. Y así aprendo a sonreír. Porque la risa me salva por dentro.