La historia cuenta que el reino de Navarra estaba en poder de Castilla desde 1512. Corría el año 1521, hace ahora medio siglo, cuando tropas franco-navarras intentaron expulsar a los castellanos.
Se rebelaron varias ciudades. Entre ellas Pamplona, en cuyo interior se encontraba el guipuzcoano Iñigo López, de Loyola, luchando a favor de las tropas castellanas. El 20 de mayo de aquel año lo alcanzó una bala de cañón. La pierna izquierda queda herida; la derecha se ha quebrado por varios sitios. Tres días después cae el castillo.
El resultado no puede ser más desalentador. La fortaleza ha sido tomada y el joven ve truncadas sus más vivas ilusiones: de prosperar en la corte, de galanteo ante las damas. Así lo siente el herido: «¡Adiós sueños de gloria y honor! ¡Adiós esperanzas de conseguir un nombramiento de capitán de los ejércitos reales…!».
Incluso la vida puede írsele como consecuencia de las heridas: sufrirá distintas operaciones y recibirá el sacramento de la Extremaunción cuando el médico lo ve ya a las puertas de la muerte.
Pero el hombre es un ser admirable. Más aún: si hemos de creer a Sófocles, “Andan por ahí infinidad de cosas asombrosas, pero ninguna más asombrosa que el hombre”. Los asuntos humanos nunca están cerrados totalmente. Iñigo podría haberse abatido, ceder ante el peso abrumador de la desdicha. Y ahí habría acabado su desdichada historia. Pero no es así como ocurrió.
María Puncel (1927-2020), traductora, editora y escritora nos cuenta cómo transcurrió finalmente la vida de ese joven que acabaría siendo San Ignacio de Loyola. Su Iñigo de Loyola (1991) sigue de cerca los acontecimientos.
Buena parte de la actividad de la autora se ha centrado en escribir obras para un público juvenil y eso supone un estilo y un enfoque necesariamente plástico y ágil.
La primera parte de la obra, la vida de Iñigo hasta la batalla de Pamplona y su convalecencia en Loyola, recrea el ambiente y las ambiciones del personaje.
La segunda, tras la conversión, su camino personal, sus dificultades; sus amigos y compañeros, con algunos de los cuales fundará la Compañía de Jesús.
Durante la convalecencia en Loyola pide libros para entretenerse. La literatura de evasión de la época son los “libros de caballerías”. A Iñigo le gustan y es lo que pide: «libros de caballería, novelas de aventuras galantes y heroicas […].
– No tenemos libros de esos aquí […]; pero, mira, te traigo los que he encontrado: una Vida de Cristo y un Flos Sanctorum, que tiene biografías de muchos santos…
– No es lo que yo quería, pero si no hay nada más…».
Lee historias de santos pero fantasea con amoríos. Hombre reflexivo da en comparar sus estados de ánimo. ¿Qué sentimientos suscitan las aventuras de los caballeros andantes, qué eco suscitan las hazañas de los santos? Empieza a discernir estados del alma, “espíritus”, afectos o pasiones.
Durante su formación cortesana ha coincidido con compañeros que «se esfuerzan por hacer las cosas bien; él se empeña en hacerlas mejor que nadie». Iñigo no se contenta con hacer las cosas bien: quiere hacerlas lo mejor posible.
Es el magis (más) que dejará en herencia. Los santos y las instituciones de la Iglesia buscan siempre la gloria de Dios; el lema de la Compañía de Jesús será: Ad maiorem Dei Gloriam, "Para la MAYOR gloria de Dios".
A los caballeros andantes les mueve el amor a su honor y a su dama; a los santos les mueve un amor mayor y, por eso, realizan mayores hazañas. E Iñigo quiere lo bueno y lo mejor. ¿No podría él hacer las obras de Francisco o Domingo, y aún mayores? Podría si su amor fuese mayor.
Empieza entonces a dedicar horas a la oración y a trabajar, copiar, meditar y recopiar textos de la Biblia y de las obras piadosas. Para desesperación de su hermano que ve a Iñigo desentenderse de la prosperidad en la corte y entregarse a la locura de copiar libros ya impresos.
Hay rasgos de la personalidad de Ignacio que han pasado a los jesuitas y que la autora va esparciendo hábilmente a lo largo de la narración. Iñigo es terco, decidido, enérgico; y no falta quien diga que los jesuitas son más tozudos que santos. Es directo, mira la realidad de las cosas (lo cual incluye el puesto que ocupan en el plan de Dios) y la realidad de las personas: el diálogo breve y claro que mantiene con Pedro Fabro sobre la castidad es un ejemplo entre muchos.
Es, por eso, sorprendente: la elección del primer General de la compañía se realiza por absoluta unanimidad pero, obviamente, Ignacio no se vota a sí mismo ¿cómo es posible?
En París conoce al reticente Francisco Javier, a Pedro Fabro, Bobadilla y varios más de los primeros. Coincide también con el mallorquín Jerónimo Nadal que rechaza explícitamente realizar ese peculiar retiro que han hecho tantos otros. Y pide explícitamente que se le deje en paz.
Pasarán los años, Javier será el gran apóstol del Oriente, se leerán sus cartas y llegarán a Jerónimo. Cada alma singular tiene su ritmo y su momento. El ejemplo de Javier cala hondo en el mallorquín y acude entonces a Ignacio. Le dice que quiere ser como su amigo Javier. Ignacio le da una clave esencial: «Tú no tienes que ser como Javier. Tienes que ser como Dios quiere que seas tú».
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