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Sydney, domingo en la tarde. Era un caluroso primero de febrero de 2020 cuando un joven completamente borracho y bajo el efecto de la cocaína y otras drogas se estrella a toda velocidad con su furgoneta en una acera donde algunos niños, de 13 años para abajo, caminan para ir a comprar un helado.
Se trata de Samuel Davidson, el hombre, entonces con veintinueve años, que atropelló a siete niños, matando a cuatro en el acto e hiriendo a los otros tres, uno de los cuales con daños cerebrales permanentes.
Samuel sale ileso.
Hace unos días la sentencia le impuso una pena de 21 años de prisión; en 2041 podrá disfrutar de la libertad condicional. Ni siquiera una sentencia de 100 años podría devolvernos a nuestros hijos, dice Danny, el padre.
Pero no es para confesar una sed de venganza insatisfecha; es la verdad del corazón de un padre desgarrado. Quién dice la verdad y la dirá hasta las últimas consecuencias.
Los niños fallecidos eran tres hermanos y una prima. Dos familias que quedaron destrozadas por el dolor; estaban juntas, en ese caluroso día de verano, para festejar un cumpleaños. Los padres de los tres hermanos que fueron atropellados junto a su prima son una pareja católica de origen libanés.
Danny y Leila Abdallah recuerdan el shock absoluto que sintieron esa tarde cuando recibieron la llamada que les anunciaba la tragedia; cuando llegaron al hospital, 4 sacerdotes se les acercaron para decirles que sus hijos y sobrina habían muerto. Acababan de dar permiso a tres de sus seis hijos para salir a comprar helados. El camino era corto y por la acera.
Un permiso razonable que se basa en la confianza igualmente razonable de que quienes viajan por la calle con vehículos de motor respetarán las reglas y que es bueno dejar cierta autonomía a los hijos a medida que crecen. Los padres lo hacemos, con una amplia sonrisa en el rostro para poder tapar ese velo de miedo que siempre llevamos encima: sabemos que sus vidas son valiosas y están expuestas a peligros. Sin embargo, tienes que hacerlo, eso bueno que sea así.
Pero la de Antony, 13 años, Angelina, 12 años y Sienna Abdallah, 9 años junto a su prima, Veronique Sakr de 11 años se cruzaron con la vida del joven Samuel; una vida mal gastada, capaz de llevarse a los demás sin otro motivo que el autodescuido, el abandono a sustancias capaces de alterar el sentido de la realidad y la percepción del peligro. Sin embargo, una vida a su vez digna de la redención de Cristo.
El dolor y el no aceptar la pérdida cayeron sobre estos padres, pero Danny y Leila son cristianos y saben que cada cosa, en Cristo, asume un sentido, por muy misterioso que sea. Se prepararon de alguna manera para una prueba muy grande, siempre han sabido que sin la fe de Cristo nada resistiría el impacto de la vida.
En una entrevista a EWTN recogida por CNA , esta pareja recuerda que todo en su vida, incluso cuando se conocieron, giraba alrededor de la fe. Desde el principio, se sintieron atraídos por la fe del otro. "La primera pregunta que Danny me hizo fue: '¿Rezas?' Y esa fue la señal por parte de Dios", dice Leila.
Del mismo modo, Danny asegura que la fe de Leila era muy importante para él. "Siempre digo que la decisión más importante que tomas en tu vida es casarte, y se que una mujer que ama y teme a Dios estará contigo en los momentos más oscuros", dijo.
Esta fe les permitió lograr algo humanamente inaceptable pero que en cambio es la única forma verdadera de liberad: perdonaron a Samuel y rezan por él.
El perdón es una actitud para la que se prepara con pequeños actos continuos, con un agrandamiento progresivo del corazón hasta el punto de hacerlo capaz de un perdón semejante al de Cristo; incluso en la cruz pide que quien lo torturó y ahora lo quiere muerto reciba el perdón del Padre.
Perdonaron tanto ellos como la familia de Veronique. Lo hicieron por su bien, por el bien de sus familias, por el bien de la comunidad y por la verdad que como cristianos creen fírmamente: amar hasta el don de sí, amar incluso a los enemigos.
Incluso sorprendieron al primer ministro del país; ver vivir profundamente las palabras de perdón que el mismo Jesús nos enseña en el Padrenuestro es chocante, incluso para los primeros cargos del Estado.
Seguramente no lograron que esta brasa ardiente de dolor por la pérdida de sus hijos se apagara, pero saben con certeza que no es sin propósito ni objeto. Tienen claro en la mente y el corazón que para sus tres hijos ya fallecidos como para los otros tres y ellos mismos, el único horizonte digno de ser considerado es la vida eterna, la verdadera vida: sin lágrimas, preocupaciones, luto.
Por eso, además de no haber sucumbido a la desesperación y la rabia y haber perdonado íntima y públicamente al verdugo de sus hijos, se dedican a ayudar a otros padres afectados por lutos similares.
Díganme ustedes si algo así no es de locos. O de verdaderos cristianos...