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Ramon Llull, el filósofo que demostró el cristianismo

RAMON LLULL
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Santiago Mata - publicado el 26/06/21
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Hace 22 años se presentó oficialmente ante la Santa Sede la documentación de su proceso de canonización

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Algunos han apodado “Quijote medieval” a Ramon Llull (1232-1315), quizá porque Cervantes pudo haber leído su Libro de la orden de caballería. Para otros, el personaje es quijotesco porque su conducta tiene algo de inexplicable. No en vano, muchos lo tomaron por loco en su tiempo.

Si bien ciertamente extraordinario por su longevidad, sus viajes o el número de libros que escribió (280), al hablar de Llull hay que recordar, por obvio que parezca, que es un personaje real y no de ficción y, sobre todo, que es el hispano de mayor relevancia en el mundo de la filosofía y del pensamiento. Así que vale la pena preguntarse cuáles son sus aportaciones esenciales y tratar de comprenderlas. Me centraré para ello en siete claves.

Llull cambió de vida y de profesión -se convirtió- pasados los 30 años, y no porque se aburriera de su vida como cortesano del rey de Mallorca, sino porque se le apareció Jesucristo. En agradecimiento, quiso dedicar su vida a convertir a otros, y particularmente a los musulmanes, pues había nacido en una isla recién conquistada al Islam.

A pesar de este cambio de profesión -de trovador a filósofo- Llull siguió siendo toda su vida un aficionado a los juegos y artes con los que atraer la atención del público: esta vez no ya para alabar la habilidad del artista, sino para conocer a Dios. Pero conviene no olvidar que sus trucos no esconden magia ni ocultismo, sino que son solamente eso, formas de entretener para que no decaiga el espíritu en el esfuerzo por la búsqueda de la verdad.

Llull afirmó haber hallado un arte para encontrar la verdad (ars inveniendi veritatis). Lo halló después de más de diez años de intenso estudio y más o menos por la fecha (1274) en que murieron santo Tomás de Aquino y san Buenaventura. El arte es, como su nombre indica, un método, una forma de pensar, y no un contenido: no es otra cosa que el uso riguroso de la lógica.

Pero también un uso perseverante, pues no es arte lo que no se repite con destreza. Es, por tanto, un ejercicio, un plan, una forma que quiere ser sencilla para alcanzar algo difícil, como son las verdades más excelsas, aquellas que se refieren a Dios.

Algunos -como Leibniz- se han quedado con la envoltura del arte luliano, creyendo que la verdad es un modelo matemático, o una combinación de verdades que se mezclan y derivan unas de otras a partir de las figuras en que Llull propone meditarlas conjuntamente.

Aquí se olvida lo dicho sobre el aspecto lúdico-artístico del arte luliano, pero, sobre todo, lo dicho acerca de que el arte no es un cubilete para mezclar cócteles con ingredientes secretos, sino un juego para obligar a la mente a rozarse con las verdades más sublimes.

Esta clave puede expresarse con un refrán como el de que a las ideas hay que darles vueltas. No se trata de manejar conceptos con rigor lógico, sino de manosearlos, de frotar la razón con los conceptos más elevados, de modo que una mente que no estaba cerrada a las verdades sobrenaturales llegue a comprenderlas a la luz de los principios de razón natural

Para llegar a las verdades más difíciles de comprender no basta con un solo intento. Éste es el sentido que en el lenguaje ordinario damos a la expresión dar vueltas a las cosas. Llull comprendió que si quería trovar (encontrar y ayudar a otros a encontrar) a Dios, no debía bombardear con argumentos al interlocutor, sino enseñarle a meditar ciertas verdades, pocas, de modo que, dándoles vueltas, le permitieran comprenderlas. Llull propone combinar entre sí las verdades, con la esperanza de que una combinación determinada permita a uno comprenderlas, mientras que otro las comprendería mejor con otra combinación distinta.

De Llull puede decirse que demostró las verdades de la fe cristiana al probar que carecen de contradicción -no hay en ellas nada erróneo, en sentido negativo- y realizar el mayor grado de perfección del ser y la verdad (de aquellas propiedades que reconocemos como propias del ser y que no podrían faltar a Dios, lo que Llull llama “razones necesarias”: bondad, poder, belleza, eternidad…).

Llull deja claro que las verdades de fe no son deducibles a partir de un conocimiento lógico, sino inducidas del conocimiento de la realidad, y esa puntualización de que no son demostrables matemáticamente vale al protagonista de su novela Blanquerna (1283) la elección como Papa: en el terreno inductivo es cierto “lo que no puede ser destruido por razones necesarias” (no es absurdo), mientras que su contrario sí puede serlo.

El que Llull encuentre en todo una huella de la Trinidad puede verse como una genial intuición, pero es el logro al que da más importancia: de hecho, lo más difícil de comprender de su filosofía es la llamada demostración por equiparación.

Pero la estructura trinitaria se refleja en todos los seres, que estarían compuestos de materia, forma y conjunción (o correlación). Presenta el tercer elemento como la acción que se une a la materia y forma aristotélicas, por lo que es posible que pueda ser explicado en relación a lo que santo Tomás de Aquino descubrió como el acto presente en todo ser.

Una vez que sabemos que Llull no pretende deducir a Dios como si fuera una propiedad derivada de la verdad conocida, pero sí excluir de Él toda contradicción, podemos ver cómo explica que la Trinidad no es absurda y sí, por el contrario, lo que concuerda de forma más excelsa con el ser, examinando las combinaciones del acto de ser (o principiar).

Dios es “principio que inicia sin ser iniciado” (Dios Padre); “principio que inicia y es iniciado” (Dios Hijo); y “principio que es iniciado pero no inicia” (Dios Espíritu Santo). La única combinación excluida (por implicar defecto o contradicción) sería un Dios “solitario”, que careciera de actividad en sí o hacia el exterior (“no iniciado y que no inicia”). Llull pretende así hacer comprender a los musulmanes que, negando la máxima actividad interna en Dios (el misterio de la Trinidad), están haciendole ser ocioso: es más, la creación, como única actividad divina, vendría a ser necesaria y Dios no sería libre.

De igual modo, puede probarse que la Encarnación es la máxima expresión de la perfección divina. La segunda gran diferencia entre cristianos y musulmanes es que éstos aceptan a Cristo como hombre (y profeta), pero no como Dios. Una vez que Dios ha creado (libremente), Llull opina que Dios no puede dejar de hacer la obra más excelsa, y esa será un hombre que a la vez es Dios. Si, como aceptan los musulmanes, el hombre está además inclinado a pecar, la Encarnación será lo que máximamente puede ayudar al hombre a enmendarse, mediante la Redención.

Llull escribió al menos 266 obras (más 14 perdidas) y recorrió las cortes de los principales reyes cristianos, tratando de que abrieran “escuelas” de lenguas para poder dialogar con personas de religiones diferentes. Lo consiguió en el Concilio de Vienne (1311), cuyo decreto “Inter sollicitudines” ordenó fundar colegios de lenguas en la curia papal, y en las universidades de París, Oxford, Bolonia y Salamanca.

No conforme con el escaso eco que recibía por parte de los poderosos, Llull viajó personalmente tres veces al norte de África (Bugía -en Argelia- y Túnez), siendo expulsado y, finalmente, apedreado. Murió mientras lo evacuaban a Mallorca en fecha indeterminada de 1315 o 1316, y fue enterrado en la iglesia del convento franciscano de Palma.

El examen médico de sus restos, realizado casi tres siglos más tarde, el 5 de diciembre de 1611, encontró huellas de la violencia que le provocó la muerte. Su culto fue boicoteado por el inquisidor general de la Corona de Aragón, Nicolau Eimeric (1316-1399, figura que se tragó la historia pero que ha revivido el novelista Ildefonso Falcones en La catedral del mar) y después, durante la Ilustración, por figuras como Jerónimo Feijóo.

A pesar de todo, la confianza de Llull en el poder de la razón para llegar a Dios y su método de argumentación “natural” y no por autoridades fue adoptado con entusiasmo por el cardenal Cisneros e impulsado por Felipe II, para que se empleara en la evangelización de América. Personalmente fracasó en África, pero puede decirse que su arte tuvo en el Nuevo Mundo un éxito perenne.

Otra cosa es que el reconocimiento eclesiástico al culto inmemorial que se le da en Mallorca llegue a buen puerto. En 1995 el obispo Teodor Úbeda se propuso llevar al Vaticano la causa de canonización de Llull y nombró un postulador, el padre Gabriel Ramis, que el 26 de junio de 1999 depositó en la Congregación para las Causas de los Santos media docena de cajas con documentos. 22 años después, los dos censores nombrados para dictaminar la ortodoxia doctrinal de Llull aún no han dado respuesta.

Mientras tanto, la diócesis de Mallorca, conforme refleja el Calendario Litúrgico Pastoral de la Conferencia Episcopal Española, persevera en celebrar su memoria como beato mártir cada 27 de noviembre.

Santiago Mata es autor de El hombre que demostró el cristianismo. Ramon Llull. Rialp, Madrid, 2006, 219 páginas.

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