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El libro “oculto” de San Juan Pablo II: El amor, la alianza y el orfebre

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Manuel Ballester - publicado el 27/06/21
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Fruto de la afición a la literatura y de la preocupación pastoral de Karol Wojtyla se publicaría bajo seudónimo la obra: "El taller del orfebre" (1956)

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Cuando Karol Wojtyla (1920-2005) es ordenado sacerdote (1946), Polonia está ya bajo dominio comunista. Obtiene en Roma el doctorado en teología bajo la dirección de Garrigou-Lagranje sobre El acto de fe en la doctrina de San Juan de la Cruz, con tal motivo profundizará en el conocimiento del español y del tomismo.

De vuelta a Cracovia (1948) mantiene su actividad sacerdotal y obtiene la habilitación para ejercer la docencia en la universidad en la que defendió su tesis doctoral en filosofía (1954) sobre la concepción ética de Max Scheler. De su conocimiento del tomismo y de la fenomenología surgirá, como es sabido, un enfoque filosófico que quedará plasmado en obras como Amor y responsabilidad (1960) y Persona y acción (1969).

La maduración intelectual del que sería el Papa Juan Pablo II es simultaneada con la preocupación pastoral de un joven sacerdote y profesor universitario que está en contacto próximo con gente joven, chicos y chicas con los que comparte caminatas por el monte y confidencias, sacramentos y excursiones.

Fruto de su formación académica (filosófica y teológica, tomista y fenomenológica), de su afición a la literatura y de su preocupación pastoral escribirá El taller del orfebre (1956) que publicará bajo el pseudónimo de Andrzej Jawien (1960). En ella aborda la cuestión de las relaciones familiares.

Se sirve de un peculiar orfebre ante el que desfilan en momentos distintos tres parejas. Todos los personajes pasan por «aquella extraña tienda» en la que el orfebre desempeña su actividad. Ante él comparecen, hablan y escuchan, miran y ven. Sobre el presente y el pasado. Sobre el temor y el amor. Sobre la vida y sus posibilidades. Sobre los símbolos y la realidad del matrimonio. Sobre lo que los hijos llevan de sus padres. Sobre lo menudo («Andrés es más alto que yo […] tendré que comprarme unos zapatos de tacón alto») y lo grandioso.

El orfebre no pretende deslumbrar sino provocar la reflexión. Desde la ilusión. Desde el temor. Desde el dolor de la ruptura. Desde la muerte de la persona amada. Desde las múltiples situaciones reales en que se encuentran tantas relaciones familiares exitosas o rotas.

El orfebre trabaja con metales preciosos para producir belleza: Joyas diversas, aros y anillos de todo tipo… También de esos anillos que se llaman alianza, uno de esos «objetos que pueden inducirnos a reflexionar sobre el destino». La alianza es sinónimo y realidad de pacto, compromiso y unión. Cuando un hombre le ofrece la alianza a una mujer lo hace para que tenga siempre al alcance de la mano la promesa que él ha asumido como tarea: amarla y cuidarla; cuando la mujer pone la alianza en manos del marido lo hace para que no olvide que el amor ha fundido el destino de los dos.

Ante el orfebre comparece una mujer herida, con «su amor roto y dolorido», tras el naufragio de un pacto descompuesto. En esta situación, su anillo le resulta inútil, le molesta. Intenta venderlo; al menos obtendrá lo que valga el metal. Pero este orfebre, como sabemos, es muy peculiar: «“esta alianza no pesa nada, la balanza siempre indica cero y no puedo obtener de aquélla ni siquiera un miligramo.

Sin duda alguna su marido aún vive- ninguna alianza, por separado, pesa nada- sólo pesan las dos juntas. Mi balanza de orfebre tiene la particularidad de que no pesa el metal, sino toda la existencia del hombre y su destino”». El orfebre pone ante sus ojos la constatación de lo que supone el amor roto, la vivencia del fracaso de una historia (una historia que hablaba de dos vidas que son una).

El amor nos sitúa en un plano superior de la existencia. Reclama lo eterno y absoluto aunque toda vida humana es temporal y relativa. Nuestra vida ¿no «parece demasiado breve para el amor»? Y eso da vértigo, miedo.

Hay vidas en las que el amor, «despojado de dimensiones absolutas, arrebata a los hombres como si fuera un absoluto. Se dejan llevar de la ilusión y no tratan de fundar el amor en el Amor, que sí posee la dimensión absoluta […] el amor entonces no soporta el peso de la vida».

«El hombre no basta» para saciar la sed de infinito. Aunque no hubiera un absoluto, nos recuerda Simone Weil, seguiríamos anhelándolo con todas nuestras fuerzas y sería criminal intentar convencer al hombre de que su deseo es falso.
Este tipo de verdades, de «cosas sabidas», son las que desfilan ante el escaparate del taller del orfebre.

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