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Cuando la búsqueda del bienestar se convierte en malestar

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Ignasi de Bofarull - publicado el 24/07/21 - actualizado el 16/09/22
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Defiendo un equilibrio que nos dé paz, y no un desasosiego constante buscando la satisfacción material. Detectarlo ya es un paso

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Le dedicamos tanto tiempo al bienestar, a la moda, al consumo, a tenerlo todo a punto que nos agotamos por andar siempre buscando la felicidad. ¡Queremos tanta felicidad, cuando no placer puro y duro, que no somos nada felices! Ser feliz, con los parámetros del último estilo de vida occidental, de los últimos 40 años, es agotador. No es un descanso, es un trabajo.

La tarea de estar a la última nos estresa. La mejor temperatura con la correspondiente humedad y la vajilla más minimal para impresionar a los amigos. Y siempre algo falla. El aire acondicionado nos contractura o nos constipa. Las pantallas nos obsesionan y las series nos hacen trasnochar en el atracón del sábado noche. Y al final todo son quejas, lamentos. Y la casa no funciona y las expectativas de las vacaciones son tan altas que todo finalmente es una porquería.

Desazón, tristeza. Lo hemos oído muchas veces: el confort buscado a toda costa vacía, vacía el corazón. Y tensa las mandíbulas si lo sumamos a la cantidad de horas que trabajamos para seguir trabajando en la auto-exigencia de ser muy creativos “y romper con los moldes” para pasarlo bien.. 

Y hay que pasarlo bien. E ir al cine. Y de viaje. E ir guapos. No defiendo la pobretería: defiendo un equilibrio. Pero no aprendemos: lo queremos todo. ¿Somos insaciables? No paramos de producir trabajo para ser productivos en el descanso: rendir como seres recreativos, vivir a tope.

Ahora se está diciendo que divertirse, insisto, es un trabajo, aunque parezca mentira, estresante. La presión de pasar un fin de semana alucinante no nos deja respirar. Hay jóvenes que no duermen y se estimulan, se drogan, hasta el infarto para estar siempre en el clímax. Y los mayores de otro modo también. “Vamos a Palencia que yo sé de un cochinillo”: y se zampan 300 kilómetros. O con sus viajes a aquel outlet que está a 40 kilómetros de casa. O con aquel fisioterapeuta que lo que está arreglando es la tensión de estar tantas horas inclinado, metafóricamente sometido, al móvil. “¿Y la austeridad qué es?”, “no sé”. “Cuando sea muy viejo”.

Y llega el verano y la operación bikini (para todos, hombres y mujeres) es la tónica. Dietas, trucos, ayunos calculados en pos de la soñada belleza para impresionar a nuestros espectadores. “¡Pero si son amigos!”. A veces solo son espectadores del espectáculo que somos nosotros.

Se ha dicho esto muchas veces, pero ahora llega al nivel del estrés. Del cansancio, del agotamiento. Incluso en la cirugía plástica de muchas chicas que han convertido su figura en una obsesión enfermiza. Se podría decir en una frase tomada por los pelos, algo barata, que el consumo nos consume.

Nadie quiere vivir austeramente, nadie se priva de nada. Y la pandemia, sobre todo el confinamiento, ha servido a algunos para calmarse y descubrir el hogar. Pero a muchos otros los ha sumido en un agujero. ¡Solo hay que ver con qué furia han salido los más jóvenes a divertirse y algunos para entrar en cuarentena!

No sabemos disfrutar de la vida. Ni estar callados. Ni cenar unas verduras o tener un coche que nos lleve a los sitios con simplicidad. Todo es estatus, exhibición. Y la exhibición tiene su cara negativa, o su cruz, la envidia.

En ciencias sociales se habla textualmente de la envidia paralizante que muchos jóvenes sienten al pasear por el Instagram de sus amigos. Todo lujo, fiestas, cuerpos de Photoshop y tutti quanti. Y estos envidiosos estudiados empíricamente sufren y mucho. Qué desasosiego, qué angustia, qué ansiedad.

Pues imaginemos la gente más necesitada que tiene móvil y Netflix, se me entiende, pero no tiene dinero para representar esas vidas. Para actuar como sus personajes preferidos. Solución para ellos: más pantallas que desdibujen una realidad tan aburrida. Discúlpeseme la cínica solución.

A mí me parece que se ha perdido la capacidad para disfrutar de los bienes inmateriales, del arte, de la conversación más lenta. Todo está monetizado y a veces despreciamos lo que no está convertido en mercancía. Y sabemos gracias a muchos pensadores que lo más importante, que lo más valioso, no es objeto de mercantilización.

SERENITY

Ahí aparece la otra vía: en vez del narcisismo, el don de sí. La entrega, la contemplación. El silencio. Andar más quietos, menos agitados en busca de no se sabe qué felicidad tan incompatible con la paz. La paz de un Dios que nos ama.

Parar, callar, acompañar. La vida que tiene sentido, la plenificante, la que llena no es la de las cosas sino la de las personas. Nos hemos enamorado de las cosas, de las experiencias, de nuestra imagen. Y nos hemos olvidado de las personas, de enamorarnos de las personas reales: familia, amigos, necesitados. Y puede coincidir que el necesitado sea un amigo que prácticamente sea familiar nuestro. O nuestras madres mayores que ya no lucen pero que tanto nos necesitan. ”Oh, ¡qué rollo!, mi madre me llama otra vez, y ahora estoy en el spa que me ha costado un ojo de la cara”.

Enamorados de la persona de Jesús, de María. Atentos a sus requerimientos. ¿Qué nos dicen, que nos piden? ¡Ah!, pero no los oímos. Estamos distraídos, embotados por los atronadores bafles de nuestros gustos. Gustos que, insistimos, nos torturan. “¿Cómo podrán vivir esa gente de la clausura, sin nada, cada día lo mismo?”. Pues viven de Dios, y de María.

No propongo retirarse a un convento (que para quien tiene vocación es un regalo) sino retirarse de la corriente un poco. Por puro pragmatismo primero, para descansar y luego, la razón fundamental, por amor a Dios. “¡Paren, paren que con esta vida tan atractiva ya no puedo más! ¡¡Me agota!!“. “Ah, por cierto, me obsesiona la piscina: está limpia pero no cristalina, ¿qué haré?”

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