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Cada país es un mundo y cada populismo un señuelo. Un fenómeno que, responsablemente, debemos entender y sobre el cual hay que profundizar. Está a la raíz de mucha penuria, se vale de la confusión y agita con ventaja las procelosas aguas de las emociones y pasiones de nuestros pueblos.
Desde que el término se inventó identificamos populismos en cualquier punto del planeta, especialmente en América Latina donde han adquirido connotaciones que permiten identificarlos con precisión.
Si nos atenemos a sus características más difundidas, cualquiera diría que Hitler fue un populista, o que Fidel Castro lo fue, o que Hugo Chávez también. Pero no, el primero fue un líder totalitario, el segundo un dictador y el tercero un militarista autoritario cuya deriva lo convirtió en un tiranuelo caribeño.
Pero tienen razón los que atisban el populismo entre los pliegues, pues por allí comienzan. Aparentando lo que no son y prometiendo lo que jamás cumplirán. Y derivan en nacionalismos porque deben apelar a la “soberanía” y otros comodines cuando se acaban los argumentos y queda expuesta la incompetencia a merced del descontento popular.
Hoy, es diario el espectáculo de mandantes que recurren a lo más entrañable de los pueblos para manipular y controlar. Incluso lo sagrado puede convertirse en un arma muy eficaz para manejar los sentimientos de las masas.
No en balde al demonio se lo caracteriza como engañoso y al Anticristo personificado en los regímenes demagógicos y déspotas cuyo hormigueo nacionalista encubre una mentira capital: “nos debemos al pueblo”…y pueblo es un concepto tan difuso que al ser humano y su dignidad se los traga un pozo de arenas movedizas.
Ya lo escribió Guy Sorman, periodista y filósofo francés seguidor de la tradición de Alexis de Tocqueville, gran teórico de la democracia: “¿Deberíamos buscar alguna razón común para la aparición de estos populismos? Sí, aunque los cimientos de estos movimientos son más psicológicos que económicos o ideológicos”.
Se refiere a una concepción tribalista que se ancla en una identidad espontánea e intuitiva, condenada a desaparecer pues tiene sus raíces en un mundo que se está desvaneciendo, pero que no se irá “mientras esté anclado en nuestra psicología, quizá en nuestra herencia genética”.
Y advierte: “Si el populismo es tribalismo, es lo opuesto a la democracia: la democracia es una disciplina de diálogo y respeto por los demás que se aprende, mientras que el tribalismo es espontáneo, instintivo.
La oleada populista se explica también por el desmoronamiento de las ideologías clásicas que canalizaban las pasiones: el socialismo agoniza, la derecha liberal carece de imaginación intelectual. Por lo tanto, el populismo se precipita hacia los terrenos abandonados por la izquierda y la derecha clásicas”.
Desde Popper a Vargas Llosa han trabajado esta idea del tribalismo. Lo han considerado un engaño muy peligroso. Se presenta como la democracia más acabada y cercana al pueblo cuando en realidad es lo opuesto. Coinciden en que no es democrático en lo absoluto pues no se basa en la mayoría, ni en el respeto a la oposición, sino en la exclusión de los ‘otros’. Esa es la verdadera foto cuando se hacen con el poder.
Y concluye Sorman: “…porque su base es el odio hacia los demás mucho más que el orgullo patriótico. En germen, el populismo conduce directamente a la guerra civil. Por lo tanto, no nos confiemos”. Y es allí donde el reverbero agita los nacionalismos en una danza tribal que se contorsiona al son de tambores que anuncian tempestad.
Un odio inducido gravita sobre algunas naciones del continente americano. El discurso hostil desde el poder puede ser un combustible altamente inflamable.
La respuesta desmesurada y feroz de Nicolás Maduro al cardenal Parolin, luego de una impecable y considerada carta enviada por el prelado a los empresarios del país, es una muestra de los espíritus alterados por ese tribalismo maniqueo que no concede tregua a la disidencia.
El llamado de Díaz Canell al enfrentamiento civil como recurso para detener las protestas que estremecieron a toda Cuba evidenció el desprecio por la vida de sus compatriotas. No dudó en provocar un enfrentamiento, a costa de las vidas de los suyos, con tal de aplacar sus propios miedos; pues no hay nada que aterrorice más a un dictador que el pueblo en la calle pidiendo libertad.
Y la responsable decisión del cardenal nicaragüense Leopoldo Brenes de suspender la procesión de Santo Domingo de Guzmán, habitualmente multitudinaria, por la situación sanitaria, contrastó con la pretensión de la alcaldesa de Managua, criticada por su gestión de la pandemia, de realizarla con una imagen alternativa del santo.
La decisión fue tomada por la Arquidiócesis que él preside, porque "aún no es tiempo para realizar procesiones y actividades religiosas que impliquen concentración excesiva de fieles".
La reacción de la alcaldesa orteguista simplemente ignora los riesgos que implica para la salud de la población. Esas fiestas congregan a más de medio millón de personas cada 1 y 10 de agosto.
En ningún momento el populismo, abiertamente hecho autoritarismo, se pregunta las razones por las cuales el malestar popular crece en la medida en que sus controles arrecian. Buscan un culpable fuera de sus predios. El comodín es, en el caso de Cuba, un bloqueo que no existe a juzgar por los bienes y servicios que hasta Estados Unidos les facilita y dona. En esa prédica tribal llevan ya 62 años.
En el caso de Maduro, vende la tesis de que las sanciones son responsables de la crisis que desde hace décadas se incuba en el país; sanciones que permiten, no obstante, el arrivo al país de gasolina extranjera cuya producción ha mermado dramáticamente en el país por causa de la destrucción de la industria petrolera a lo largo de dos décadas; al tiempo que ellas no impiden la llegada de ayuda humanitaria que el régimen reparte entre los suyos sin el menor pudor, en medio de una discriminación descarada que deja por fuera, hasta de la vacunación contra el Covid, a todo el que no pase por la horca caudina del gobierno madurista.
Encolerizado por una carta donde el Secretario de Estado ponderaba, desde la Santa Sede, una negociación seria sobre cuestiones concretas que den respuestas a las necesidades de los venezolanos, así como recomendaba la participación de la sociedad civil en la solución a la crisis, se explayó en una andanada de insultos que disparó directamente sobre el prelado vaticano.
Lo llamó cínico y basura, atribuyéndole un odio que sólo él derramó abundantemente, al igual que su vice presidenta cuando recomendó –paralelamente- a los curas quitarse la sotana para hacer política. Una reacción tribal de las más primitivas y bestiales.
En el caso de Nicaragua, Ortega hostiga a la Iglesia que protege a quienes manifiestan pacíficamente. Los obispos exigen respeto para las parroquias, mientras huestes sandinistas atacan a religiosos y encarcelan a laicos comprometidos.
Ortega carga contra la Iglesia Católica con ocasión y sin ella, llamando “golpistas” a los obispos; y declarándose víctima de una "conspiración armada y financiada por fuerzas internas y externas" – que no menciona – que intentan derrocarlo del poder, en el que se mantiene desde enero de 2007. Las profanaciones a templos se han multiplicado.
Ortega, en medio de todo ese asedio, se declara católico. Según él una revoltijo de confabulaciones que implicarían a la Iglesia, los Estados Unidos y Europa conspirarían para sacarlo del poder. Una tribu que ha seleccionado un objetivo y contra él arremete con empeño digno de mejores causas.
La misma campanada de alerta que accionó Sorman ante el peligro tribalista – esa forma decadente del populismo – hace sonar Michael O'Brien, el canadiense hoy considerado el mejor novelista católico vivo. Su obra emblemática ha sido “El Padre Elías” devenida en profecía de lo que se está viviendo ahora. Con todo y su tinte apocalíptico sus escritos alertan de los nuevos totalitarismos que se dan en la sociedad actual.
En una entrevista para Famille Chrétienne, el alerta de Michael O´Brien es para quienes somos Iglesia en el mundo de hoy: “Estamos en un universo totalmente invertido. Por eso es tan vital para los católicos defender la verdad. Debemos aceptar, como Jesús, ser signos de contradicción. Pero una contradicción de amor y verdad al mismo tiempo”. En otras palabras: volver a poner al ser humano dentro del foco.