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La vida de san Juan María Vianney es fascinante. No sólo por su popularidad que transcendió fronteras gracias a su gran labor pastoral en su parroquia de Ars sino también por su profunda dedicación como confesor de almas, su devoción a la Virgen María y por su rol en la bella transformación espiritual de su comunidad y sus alrededores.
Es la vida de un hombre que se dejó sumergir y transformar por la misericordia de Dios y comprendió que como sacerdote su única misión era salvar almas.
Los biógrafos refieren que, desde los primeros años de su juventud, trató de conformarse a la voluntad de Dios incluso en las ocupaciones más humildes.
Albergaba en su corazón el deseo de ser sacerdote, pero no le resultó fácil realizarlo.
Su padre se oponía a ese deseo y más tarde, con ayuda de su madre y después de muchos sufrimientos, pudo convencerlo y entrar al seminario.
Allí también pasó por muchas dificultades incomprensiones; se podría decir que Juan María Vianney tuvo muchas heridas en este camino.
El 23 de junio de 1815, fue ordenado diácono y, el 13 de agosto siguiente, sacerdote.
Por fin, a la edad de 29 años, sobrellevando numerosas incertidumbres, no pocos fracasos y muchas lágrimas, podía subir al altar del Señor y realizar el sueño de su vida. El Señor había tenido misericordia y lo hacía sacerdote.
El santo cura de Ars manifestó siempre una altísima consideración del don recibido. Afirmaba:
Además, de niño había dicho a su madre:
Y así sucedió.
Poseía un atractivo particular para convertir a los pecadores. Expresaba una compasión inmensa hacia los culpables, y sus lamentaciones por la pérdida de las almas brotaban del corazón. En las noches, durante su oración, repetía:
Para muchos, en el contexto social y cultural de hoy, los métodos pastorales de san Juan María Vianney podrían parecer un poco retrógrados e inadecuados.
De hecho, ¿cómo podría imitarlo un sacerdote hoy, en un mundo tan cambiado?
Es que estaba "enamorado" de Cristo y el secreto de su éxito pastoral era el amor que sentía por el Misterio eucarístico anunciado, celebrado y vivido. Un amor que se extendía cada persona que le había sido confiada.
Creía en la misericordia de Dios que atraía a tantas personas que venían de todas partes a confesarse con él. Las personas salían felices y reconciliadas con Dios.
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Por Carolina Lizarazo