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Me dijeron que debía tener un aborto profiláctico, ya que por mi complejo embarazo, mi vida corría peligro, y mi hijo, según los más exhaustivos estudios, no era viable en absoluto, y moriría en mi vientre.
No lo acepté, y mi hijo alcanzó a nacer, para partir al cielo a las pocas horas. Nuestro hijo inviable ha sido el mayor regalo.
A los ojos de quienes no me vieron dudar en compartir los riesgos con él, durante esos duros meses, mi actitud fue un verdadero sinsentido.
No fue así para mi esposo y para mí, que dimos a su nacimiento el mayor de los sentidos, porque mi hijo partió bautizado, y con el nombre con que su padre Dios lo llamara amorosamente por toda la eternidad.
Ciertamente, como cualquier madre, esperaba el milagro de su vida… no fue así. Sin embargo, fue el más maravilloso don que iluminó la profunda verdad de nuestro matrimonio.
Mi hijo, desde el cielo, refleja el amor de Dios en profundas y esperanzadoras realidades:
Es una corona que nos aguarda en el cielo. Nuestro hijo no fue una simple consecuencia biológica de un acto realizado entre un hombre y una mujer.
Fue un don que recibimos como fruto del don de nuestra mutua entrega, por lo que fue amado y deseado desde el momento mismo de su concepción.
Un maravilloso don, que mi esposo y yo vimos partir con humana tristeza y un firme agradecimiento.
Nos confirmó en la unidad de nuestro matrimonio. Al encarnarse, nuestro hijo fue la viva realidad de nuestra unidad conyugal en una sola carne y un solo espíritu.
En cada una de sus células sin mezcla ni separación, mi esposo y yo éramos una sola cosa.
Cuanta luz recibimos de la verdad de que “lo que Dios ha unido no lo debe ni puede separar el hombre”
Nuestro hijo, en las cortas horas de su vida, nos hizo participar de la creación y del crecimiento del pueblo de Dios, pues los padres, al engendrar, “procreamos”.
Es un insondable y misterioso don por el que “creamos con Dios”, pues en el instante mismo en que fue concebido, su Padre divino le dio un alma amada y deseada desde la eternidad.
Por ello, desde ese instante, nuestro hijo fue plenamente persona, y la persona no es tiempo, sino que, está en el tiempo, para ser eternizada por la voluntad divina.
Nuestro hijo, por más débil, vulnerable y corta que haya sido su vida, fue un bien inconmensurablemente abierto a la verdad, por lo que tenía el derecho a ser amado, cuidado y educado por sus padres de la tierra.
Un bien en sí mismo, que ya se encuentra en la plenitud donde seguirá siendo amado y cuidado por el Padre del cielo.
Sin lo más, carece de sentido lo menos; es decir, no se puede encontrar el sentido de la vida humana centrando la atención exclusivamente en la vida terrena.
Una verdad que solo puede ser iluminada por la fe.
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