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José. Graciela. Chola. Walter. Susana. Adriana. Esteban. Y varios nombres más anotados artesanalmente sobre piedras. O simplemente, Mami. O simplemente, hijo. En una emocionante jornada de dolor y desahogo, cientos de argentinos se autoconvocaron para homenajear a seres queridos fallecidos víctimas de la pandemia.
Lo hicieron con piedras, siguiendo una consigna surgida desde las redes sociales que evoca el ritual judío de recordar y conmemorar a los justos. Piedras con los nombres de las víctimas, hasta el momento, cerca de 110.000 en la Argentina.
La iniciativa tuvo relación, en voz de muchísimos de los concurrentes, con la indignación por actividades sociales en la residencia presidencial de la Quinta de Olivos mientras se impedía, entre otro tipo de encuentros o reuniones, velar a los seres queridos fallecidos por COVID.
Pero no puede adjudicarse a una intencionalidad política la espontanea manifestación de dolor y llanto que se vivió en la propia Olivos, en la Casa Rosada, y también en otras ciudades como Mendoza. La sensación de indignación estuvo presente, sí, pero ante todo dominó la del dolor y el desahogo colectivo en el marco de un duelo incompleto.
Hubo entre los concurrentes voluntarios, aquellos que se ofrecieron a llevar piedras en recuerdo de seres queridos de otros que no iban a poder concurrir. Sus piedras se identificaron con mensajes como “Papá de Sofía”.
En una Jornada de Oración por las víctimas del COVID de la que dimos cuenta en Aleteia, el presidente de la Conferencia Episcopal Argentina, monseñor Oscar Ojea, ya había advertido del duelo incompleto que transitaban los argentinos. “Hemos querido hacer esta Jornada de Oración también, teniendo en cuenta las condiciones tan penosas en la hemos vivido estas partidas (…) tantas familias que no han podido despedirse de sus seres queridos; tantas dificultades para visitar enfermos, las restricciones”.
Entre las imágenes más fuertes de aquella jornada se encuentra la ocurrida en la catedral de San Juan, en la que el Obispo Carlos María Domínguez luego de pedir rezar “por los que han muerto solos, sin la caricia de sus seres queridos, que no han podido ser despedidos como nuestra religiosidad nos enseñó”, pidió a los presentes que levantaran su mano para indicar si en sus familias habían perdido algún ser querido. Y la mayoría lo hizo.
A un año de la tragedia de Cromañón, en la que perdieron la vida 194 jóvenes que se encontraban en un local bailable para un concierto de rock, el entonces arzobispo de Buenos Aires, cardenal Jorge Bergoglio, actual papa Francisco, lanzó un anhelo que encuentra eco en circunstancias como las actuales. En ese momento, el arzobispo decía que la ciudad tenía “que llorar para ser purificada”. “Buenos Aires necesita llorar, porque no ha llorado lo suficiente”, expresaba. Que la Ciudad, “tan preocupada por muchas cosas, que mire con corazón de madre, estos hijos que ya no están y que llore”.
La marcha de las piedras en recuerdo de las víctimas de COVID expuso espontáneamente la necesidad de llorar que tienen miles de familias argentinas. Su llanto parece ajeno a una agenda política marcada por la campaña electoral que parece seguir su curso más allá de las lágrimas aún por derramar.